Marta Blanco
Hoy se nos murió la Marta, la columnista de la última página de El Periodista, la amiga entrañable, la conversadora fiel, la mujer que decía las cosas de frente y que quería que la llamaran periodista y escritora.
Por Francisco Martorell Cammarella
Mal tiempo para morirse, aunque nunca hay uno que sea bueno. Todo se hace más difícil hoy, el duelo, acompañar, estar ahí, dar el último adiós.
Quizá ella lo preferiría así.
La conocí hace muchos años, cuando yo apenas tendría 10, pero ella entonces no me conoció. Llegaba a visitar a otro grande de las letras, mi vecino Martín Cerda, quien vivía justo frente a mi casa. La veía entrar y salir, era ya una figura de la TV, aquel aparato en blanco y negro que nos entretenía con el Quién soy yo.
Muchos años después, ya convertido en periodista, nos tocó coincidir en El Termómetro, aquel programa que conducía Iván Núñez. Por obra y gracia del destino, nuestros días y debates se juntaron, casi siempre polemizando del mismo bando, incluso cuando nos tocó ver cómo le dejaban un gato muerto al entonces diputado Fulvio Rossi.
Dos o tres conversaciones, ya en el 2003 y se convirtió en columnista de El Periodista, oficio que ejerció inalteradamente hasta el año pasado, incluso luego de superar su llamada “huelga intelectual” cuando sintió que no la estaban escuchando. Leyendo sí, pero no le hacían caso.
Así y todo se despidió con un título de antología: “Chile, zona de sacrificio”.
Marta tenía sus obsesiones. La educación y el silabario Matte, la cultura, lectura y los libros. Su biblioteca era parte de su estructura física, ordenada a su imagen y semejanza, sin un texto que no hubiera leído ni autor que no conociera.
Sabía de todo y de Egipto, pero también de mecánica, de física, de meteorología, de la sociedad y de los detalles de esta. Tenía cuento. Para cada cosa una historia, a veces sacadas de libros, otras de su familia o el barrio, la mayoría de una gran mezcla de asertividad, agudeza visual y mental. Era inteligente y crítica. Le gustaba escuchar, pero también contradecir, punzar, afilar su espada y obligar al otro a ser ligero y profundo. El debate era lo suyo. Comía ideas.
Odiaba la superficialidad y el pensamiento fácil. “Si me invitan es para que hable de cosas interesantes, no estoy para hacerlo del tiempo o de los vestidos de fulanita”, me solía decir, luego de algún encuentro social donde no lo había pasado bien. Odiaba, como el que más, las llamadas “conversaciones de ascensor”.
Era inocente, no veía maldad ni segundas intenciones. Confiaba. Siendo crítica, sin embargo, sabía que sus opiniones -muchas veces- perturbaban a su entorno, pero no podía con su esencia. El Periodista era el lugar donde la gladiadora aparecía, con espada y armadura, para enfrentar a sus fantasmas. Y lo hacía con maestría, coraje, calidad y arte, sí, con belleza literaria.
“Su prosa barroca popular dejó una marca por superar. Pocos escriben como él. Ahí encontré la más oscura de las realidades, la del ser que es otro, como el hombre elefante de Inglaterra, la mujer de las dos cabezas, los que no son lo que aparentan, pero son humanos y reales y capaces de construir mundos donde no se les negará la existencia. Qué poco sabemos de estos seres, qué poco los respetamos”, escribió cuando murió Pedro Lemebel.
El domingo hablamos por última vez, fueron 20 minutos, muy poco para lo que acostumbrábamos, me contó que estaba ordenando su biblioteca, que quería escribir, pero que necesitaba mejorar la vista y conversamos sobre la muerte de Luis Sepúlveda. Nunca pensé que esa sería la última vez que lo haríamos.
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Hoy su partida nos deja una página vacía que será muy difícil llenar. También el corazón y cerebro quebrado. Roto. Quise entrañablemente a esta mujer, a la que admiré desde niño y hoy puedo contar, con orgullo viendo su obra, que fui su amigo, a ratos su confidente, que muchas veces me trató como un hijo y otras como un hermano menor.
De ella aprendí mucho. Gracias Marta por todo, mi periodista y escritora. Mi amiga.
gran pluma martorell. no siempre uno llora con lo escrito.