Daniel Grimaldi: La «guerra imaginaria» contra el coronavirus
La retórica de la guerra ya es un recurso del Estado moderno, pero no por ello es un buen recurso y sobre todo en el caso de esta pandemia.
Por Daniel Grimaldi, Doctor en Estudios Políticos*
Políticos de todo el mundo y de diferente orientación ideológica, han recurrido a la retórica de la guerra para organizar los esfuerzos contra el Covid -19 y poder salvar vidas, la economía y nuestro modo de vivir. Esta retórica identifica un enemigo común externo, “poderoso e invisible”, y llama a unir voluntades en una lucha desde nuestras trincheras de confinamiento, acatando sin réplica bajo estados de excepción, las decisiones de las autoridades. Si bien es previsible la utilización de este recurso discursivo, debemos notar que esconde la peligrosa posibilidad de eludir nuestras responsabilidades como humanidad en la aparición del virus y no solo en su propagación.
Es casi instintivo para los políticos apelar a la guerra en situaciones como la que hoy enfrentamos, no vamos a condenar a ninguno en particular por hacerlo, a estas alturas, la retórica de la guerra ya es un recurso del Estado moderno, pero no por ello es un buen recurso y sobre todo en el caso de esta pandemia. En el siglo XVI Maquiavelo vio en el arte de la guerra el primer deber del príncipe, tres siglos más tarde, Clausewitz consideró a la guerra como un instrumento de la política y una extensión de la misma, posteriormente en el siglo XX Carl Schmitt sostuvo con éxito la idea de que lo político es inmanente a la diada amigo-enemigo, situando a la política en un plano permanente de antagonismos. Si bien existen otras visiones más cooperativas de la política, la modernidad instauró esta forma ligada a un proyecto de civilización, donde la perspectiva de la dominación se encarna en las instituciones del Estado, los dirigentes políticos y por extensión, en resto de la sociedad. Es bajo esta forma de entender la política que la invocación de la guerra permite movilizar recursos, legales, financieros y simbólicos del Estado y aplicarlos en diferentes esferas de conflictos o catástrofes, intentando justificar acciones de los gobiernos, que en situaciones normales serían muy reprobadas por la población.
Gobernar en situaciones límite con esta metáfora y abusar de ella, puede distorsionar tremendamente la realidad. Primero, porque en estricto sentido la guerra se libra contra una entidad con voluntad y conciencia y este no es el caso. En segundo lugar, porque esta metáfora moviliza un lenguaje muy ambiguo levantando héroes, villanos, víctimas y mártires que no siempre corresponden a la realidad. El personal de salud que trabaja en condiciones precarias sin alternativa, ciertamente son prueba de un compromiso con la salud pública, pero a la vez son víctimas de una concepción residual y mercantil de la sanidad. Los que infringen la cuarentena por necesidad tampoco merecen ser los villanos del conflicto cuando arriesgan también su propia vida para alimentar a sus familias. Pero lo más complejo de todo, es que la retórica de la guerra identifica un enemigo externo ajeno a nuestras responsabilidades y contra el cual debemos unirnos, dejando de lado nuestro rol como civilización en su aparición. Hay un gran peligro al poner a las sociedades en guerra contra un espejismo, para configurar después la instalación de una nueva normalidad post-guerra, que busca esencialmente mantener el mismo sistema económico y de relaciones sociales, pero bajo estrictas medidas sanitarias y de biocontrol. Esto puede ser la antesala de una catástrofe mayor sobre la cual no tengamos control alguno, perderemos nuestra libertad y nuestra seguridad como especie.
¿Qué pasaría si tomáramos realmente conciencia de que el Covid-19 es una consecuencia de la manera en que estamos relacionándonos con la naturaleza, desde lo filosófico a lo productivo?
Hasta ahora, lo que sabemos del SARS-CoV-2, su nombre completo, es que al igual que otros virus que hemos padecido en este siglo, se traspasa al ser humano por zoonosis, no producto de un arañazo de gato doméstico precisamente, sino por condiciones de explotación animal para su consumo muy poco naturales y éticas. Fuimos alertados por los científicos en 2007 sobre esta amenaza y hoy estamos padeciendo como humanidad nuestra propia desidia. Sabemos además que en su propagación el virus se comporta como nosotros, las dinámicas de la globalización favorecen su rápida transmisión de persona a persona, nos ataca mediante la forma más propia y característica de nuestro tiempo. Por otra parte, las tesis de que este virus es un producto de laboratorio, liberado por negligencia o intencionalmente como arma bactereológica no han sido probadas, pero si así fuese, solo refuerzan terriblemente la responsabilidad humana en este tipo de enfermedades.
La comunidad científica viene advirtiendo hace bastante tiempo que producto del calentamiento global se están generando condiciones propicias para la aparición de más virus mortales. Si en los próximos años, cuando las altas temperaturas sean caldo de cultivo para mosquitos portadores virus peores que el Covid-19 o el cambio en la temperatura de los mares genere estragos en peces contaminados con plástico y comencemos a morir envenenados, ¿vamos a seguir llamando a la guerra contra un enemigo poderoso e invisible para salvar nuestra forma de vivir de siempre?
La retórica de la guerra evade nuestra responsabilidad en la crisis y pretende generar sentimientos de adhesión a gobiernos incapaces de reconducir el rumbo de nuestras sociedades, pretendiendo volver a explotar la naturaleza de la misma manera, para reactivar el comercio, la economía y evitar el hambre. Configurar una guerra imaginaria contra un enemigo que no tiene conciencia ni voluntad es para algunos mejor que pagar el precio de transformar la sociedad y avanzar hacia otro tipo de civilización. Por supuesto, la retórica de esta guerra imaginaria no nos lleva por sí misma al desastre, pero esconde la cruda realidad que nos debiera hacer cambiar drásticamente de rumbo.
Es de esperar que surjan liderazgos políticos que sean capaces de ver esta necesidad de cambio en el modelo de civilización. Debemos pensar la salida de la crisis desde una transformación de nuestra relación con la naturaleza y nuestras propias relaciones de dominación pasando a formas más cooperativas. Si la urgencia hoy es salvar vidas, luego de ello, lo insoslayable será pensar un rol más activo del Estado, una economía sustentable y social que nos ayude a evitar y enfrentar de mejor manera futuras catástrofes, porque seamos francos, esta forma de capitalismo ya no da para más.