Hacia un nuevo constitucionalismo para Chile
Quisiera avanzar aquí una idea fuerte: la necesidad y la importancia capital de desplazar el debate, en parte, y en una primera fase, desde el tema de la “nueva constitución” hacia aquel, menos obvio, de un nuevo constitucionalismo. Una distinción que puede parecer no evidente de buenas a primeras.
Por Daniel Ramírez, doctor en Filosofía
La constitución, sabemos lo que es, el tema habla directamente al corazón de muchos chilenos desde hace años y particularmente desde el “estallido social” del 18/10/2019, cuando la idea de cambiar la ilegítima, gastada y parchada constitución del 80 se impuso en el debate nacional, suscitando inmensas esperanzas en vastas capas del pueblo, incluida la juventud. Por la presión de las calles, el potente movimiento obtuvo que la élite política parlamentaria aceptara un proceso constitucional, cosa a la cual su ala derecha se negaba desde hace tantos años y su izquierda defendía con extrema timidez. Aunque el proceso fue pospuesto y quedó como congelado debido a la pandemia y al periodo especial de confinamientos, ya podemos sentir que están volviendo estas cuestiones al orden del día de la progresiva vuelta a las actividades de la sociedad civil y a algunas semanas del plebiscito. Aunque el ambiente altamente conflictual y tenso, nos imponga un esfuerzo para pensar cosas que tiene que ver con el futuro, es de gran importancia poder hacerlo.
Quisiera avanzar aquí una idea fuerte: la necesidad y la importancia capital de desplazar el debate, en parte, y en una primera fase, desde el tema de la “nueva constitución” hacia aquel, menos obvio, de un nuevo constitucionalismo. Una distinción que puede parecer no evidente de buenas a primeras.
¿Qué es entonces el constitucionalismo?
Se trata del conjunto de ideas sobre qué es una constitución, cuál es su rol en una sociedad y cuáles son sus materias… Por decirlo de una manera técnica, es el metalenguaje de un debate sobre la constitución misma.
En un primer sentido muy general, el constitucionalismo es la idea según la cual tanto los ciudadanos como los poderes del Estado, deben estar regidos por una norma superior común (escrita o no). Si se quiere, lo contrario se llamaría legalismo; es decir la idea según la cual basta con legislar de manera democrática; si las leyes son votadas democráticamente, ello es suficiente para su legitimidad. El constitucionalismo establece jerarquías de normas, y tiende, en principio, a defender al ciudadano contra el abuso de poder, no solo de un gobernante, sino también, por ejemplo, de una mayoría parlamentaria de circunstancia, que podría decidir algo en desmedro de los derechos de una minoría. Esa es la razón de las reglas y cuórums que hacen más difícil cambiar una constitución que cambiar las leyes orgánicas y más difícil cambiar estas, que las leyes ordinarias de los códigos.
El constitucionalismo es, en este sentido, lo que asegura que las sociedades sean liberales, en términos clásicos: tolerancia religiosa, libertad y protección del individuo (habeas corpus), pluralismo político, elecciones democráticas, libertad de reunión, de asociación y de expresión, defensa de la propiedad privada. El constitucionalismo moderno también define y establece la unidad del Estado-nación (diferenciándola principalmente de los imperios) como uno de sus principios centrales. La mayoría de las constituciones describen también la manera como se distribuyen los poderes del Estado, su relativa independencia, sus métodos de elección y sus atribuciones.
Pero los constitucionalismos clásicos y modernos no van mucho más allá.
En cuanto a la moderna teoría del derecho, llamada a veces ‘positivismo jurídico’, que se opone a la tradicional teoría del “derecho natural” (jusnaturalismo, de filiación romano-cristiana, adoptada por la ilustración en el siglo XVIII a falta de mejores bases filosóficas), sostiene la independencia del derecho respecto a todo postulado filosófico y moral: la norma existe porque ha sido dictada, no porque sea ‘buena’ o ‘justa’ o creada por Dios. A pesar de las buenas intenciones de su principal teórico, eminente social-demócrata en épocas de totalitarismos[1], esta tendencia se traduce en una forma de tecnocracia de juristas, que hace que las constituciones sean fácilmente neutralizadas en sus objetivos políticos y sociales; se convierten en un repertorio de normas, un instrumento técnico de legislación, pero renuncian a ser una instancia inspiradora de la construcción de una sociedad. Y eso es lo que fueron en su tiempo la Declaración de Independencia de los EE.UU (1776) y la Constitución de la Revolución Francesa (1791), precedida por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), que actúa como preámbulo y postula las bases filosóficas y morales de la nueva sociedad, habiendo abolido la monarquía. Las constituciones que siguieron, en su mayoría renuncian a ese rol fuerte.
Por ejemplo, en este constitucionalismo convencional, sobre la economía, en general no se dice nada.
La protección jurídica de la propiedad privada, que es uno de los puntos centrales de la ideología liberal desde sus orígenes, ha sido conservada sin crítica, incluso por los social-demócratas. El problema de esta idea, convertida en “dogma” del constitucionalismo, es que impide cualquier texto constitucional que hable de manera significativa de la justicia social e imponga frenos a las desigualdades o a la explotación de los trabajadores. La defensa de la propiedad para los constitucionalistas del siglo XVIII, se oponía al poder desmesurado de las monarquías absolutas, que se permitían la expropiación de los bienes de nobles de menor poder y del pueblo. Por ello, la idea de John Locke de asegurar la propiedad privada como base y protección de la libertad del individuo. Pero las cosas cambian de signo con el tiempo. Con el desarrollo del capitalismo, la defensa dogmática de la propiedad privada ya no cumple su misión de protección de la libertad de los ciudadanos, sino que sirve a propulsar la ilimitación de la libertad de unos pocos, los propietarios, inversionistas y especuladores, que por supuesto, no son la mayoría, en ningún pueblo.
Solo en las parte o capítulos de las constituciones destinada a los derechos se ha podido introducir, tardíamente (en Francia fue en el preámbulo de la constitución de 1946) lo que se llaman “derechos de segunda generación”, o derechos sociales y del trabajo, a la educación o a la salud, indispensables, pero totalmente insuficientes para contrarrestar las tendencias neoliberales de las sociedades, la justicia social o la equidad estando ausente de la declaración de principios (cuando la hay).
Por eso, la tendencia a aumentar la lista de derechos (que por cierto están en todas las constituciones, incluida la chilena del 80) y poner énfasis en su formulación más elegante o expresiva, no es una solución a las injusticias ni estará a la altura de las aspiraciones surgidas a partir del “estallido social” (cuando no la creencia de que una nueva constitución cambiará la vida). Se necesita mucho más.
Por otra parte, el dogma republicano de la unidad del Estado ha impedido persistentemente el reconocimiento de la pluralidad de los pueblos, llámense “pueblos originarios” o “primeras naciones” (incluso en Europa, la constitución francesa rehúsa hablar del pueblo corso). La constitución del Ecuador (2008) menciona derechos de los pueblos originarios, pero su efecto ha sido muy insuficiente, dejando lugar a interpretaciones muy restringidas, que no estaban a la altura de las aspiraciones de sus pueblos. La prueba, la gran rebelión indígena de octubre 2019 que precede el “estallido social” de Chile.
Nada se dice, en general sobre la ecología, aparte vagas menciones sobre “derechos de tercera generación” como el “derecho del ciudadano a un medio ambiente sano”, fórmula anticuada (porque antropocéntrica) y totalmente insuficiente si tenemos en cuenta la gigantesca crisis ecológica planetaria. Es verdad que la importancia del tema ecológico solo está presente en los debates políticos desde los años 70 del siglo XX. Pero hoy es algo urgente y esencial. Solo las constituciones del Ecuador (2008) y de Bolivia, mencionan a la Pachamama, pero de manera vaga, como inspiración, sin establecer normas constitucionales ecológicas ni inscribir de manera clara la protección de las especies, los seres sensibles, la biodiversidad y los ecosistemas.
Nada se dice sobre la protección de los bienes nacionales; nada viene así a limitar la posibilidad de privatización (o “concesión”) de cualquier “recurso”, agua, minería, riquezas hidrobiológicas, bosques, a empresas privadas (que sea nacionales o extranjeras, en el contexto del neoliberalismo actual da lo mismo, los capitales están globalizados y en general, a salvo en paraísos fiscales). Aquí también funciona el dogma de la propiedad privada; todo es privatizable y convertible en valores comerciales.
Nada se dice de consistente sobre la paridad y la condición de las mujeres, aparte de la frase negativa de rigor, aplicada a los derechos en general: “sin distinción de sexo”; infaltable en todas las declaraciones y constituciones. Se ha visto también cuán insuficiente es esto, el patriarcado se perpetua fácilmente a pesar de estas buenas intenciones, así como el racismo sobrevive fácilmente a la mención “sin distinción de raza” y la exclusión y el abuso subsisten a las bellas declaraciones sobre la igualdad de derechos los ciudadanos.
Las constituciones, inspiradas en este constitucionalismo, tienen en general dos o tres partes. La primera (si son tres) contiene principios, valores y símbolos sobre el país, sobre el Estado y el régimen político, en general bastante vagos (definiciones del país como una “república soberana”, del régimen político como una “democrática”, etc.). La segunda contiene una enumeración de los derechos del ciudadano (la persona individual), y la tercera una definición de las instituciones políticas, gobierno, parlamento, justicia, forma, modos de elección y atribuciones de las diferentes instituciones. En muchas constituciones modernas, bajo la influencia del positivismo jurídico, solo hay estas dos últimas partes, redactadas en un técnico y frío lenguaje de abogado.
Por ello no solo debemos discutir sobre lo que quisiéramos incluir en la nueva constitución, sus ideas y contenidos, sino también, y previamente, es necesario, desarrollar, discutir y difundir un nuevo constitucionalismo, que defina lo que es una constitución, lo que puede haber en ella y afirmar que tiene un rol central en la construcción de la sociedad y no solo de sus ordenamientos jurídico-políticos. Sin esto, muchos de los contenidos que querremos incluir serán fácilmente excluidos; se dirá simplemente que no son temas constitucionales sino “políticos” (como si la constitución no fuera política) o “ideológicos”.
Hay que tomar consciencia de que se trata justamente de una confrontación ideológica previa. Una lucha conceptual, un proceso evolutivo de ideas, que condiciona lo que ocurrirá en la discusión de contenidos en el proceso de redacción de la constitución.
Este nuevo constitucionalismo deberá ser la inspiración fuerte del preámbulo y de la primera parte de la próxima constitución, permitiendo que expresen, de manera convincente, valores, principios éticos y políticos alrededor de los cuales construir una nueva sociedad y la institucionalidad necesaria para esta. Hay que tomar consciencia del orden de importancia de estos dos grandes temas. Sin partir de la imagen de la nueva sociedad que queremos construir (que es lo que emergió de los miles de cabildos realizados a partir del “estallido social”), las discusiones se encontrarán desprovistas de fundamento y de rumbo. Los unos querrán tal cosa y los del “lado opuesto” se opondrán, simplemente, y se considerarán como victorias haber ganado mayorías para tal o cual cosa sin que ello sea guiado por una visión coherente de la sociedad futura.
Dos ejemplos: en la constitución del Ecuador (2008) se establece el reconocimiento de la autonomía de los pueblos originarios; en su aplicación, se vio la necesidad de definir cuáles son esos pueblos; al final se concluyó oportunistamente que se trataba de los pueblos “no contactados”, es decir una decena de tribus aisladas en la amazonia; tema importante, pero que, obviamente no interesa mucho a las grandes poblaciones quichuas, montubios, shuar y achuar. En la constitución de Chile de 1980 se establece como derecho el “acceso la salud”. Pero lo que garantiza en realidad, es el acceso a un centro médico público (no a una atención de calidad equivalente para todos). Una vez que la persona ha ingresado al hospital, el sistema médico, que puede estar colapsado o desprovisto de medios, considera, apoyándose en la constitución, que su deber está cumplido; la persona tuvo acceso. Que luego no haya camas ni médicos es otro asunto (debería haber ido a una clínica privada).
Queremos otra sociedad y no hay mejor tiempo para avanzar hacia ello que el momento constitucional, que debe ser fundacional, inicial. No hay que olvidar hay que quienes quisieran que la futura sociedad se parezca lo más posible a la actual, porque es el sistema que les ha asegurado importantes privilegios; y ellos tienen muy claro cómo querrían que fuera la próxima constitución (y llegarán probablemente con textos acabados en la manga, redactados por equipos de juristas, de los cuales disponen en cantidad): muy similar a la actual, neutralizada en todas las cuestiones importantes y con elegantes enumeraciones de derechos para que sea aprobada en el plebiscito final.
¿Cómo definir la constitución en este nuevo constitucionalismo que proponemos?
La constitución es un texto performativo, auto-fundador de un pueblo, que declara los principios y valores de una nueva sociedad, que enuncia los derechos de las personas y comunidades, define las estructuras políticas, económicas y jurídicas de la nueva sociedad; un texto inspirador de una nueva época de la vida de un país.
Es decir, todo lo contrario de lo que querría tanto un conservador recalcitrante como un moderado positivista jurídico.
Inspiradora, debe ser, justamente, una nueva constitución, debe “hablar” a todos, despertar entusiasmo y deseo de luchar por ella, despertar lo que algunos teóricos han llamado patriotismo constitucional. Porque muchas veces, una constitución puede quedar como letra muerta, o posibilitar tantos resquicios que nunca se aplicará.
En un nuevo constitucionalismo se puede, por ejemplo, incluir definiciones oficiales en sentido fuerte. El país mismo se puede definir como una “República ecológica y solidaria”, inscribiendo en la inspiración misma del país la vocación a desarrollar una sociedad humana justa, en armonía con la naturaleza. Se puede instituir valores éticos de colaboración y ayuda mutua en lugar de competencia y lucha por el poder, avanzando hacia un modo fuerte de comunidad nacional. Se puede definir el régimen político como el de una “Democracia participativa, descentralizada y vinculante”. Se puede definir el Estado como un “Estado inclusivo, educador y protector”. Si la educación está en la definición y principios mismos del Estado, será mucho más fácil para el legislador del futuro, diseñar un sistema educativo universal gratuito, de la mejor calidad posible, única manera de asegurar un mínimo de igualdad de oportunidades y terminar con una sociedad injusta.
Y se debe abandonar el dogma de la “unidad nacional”, definiendo grados diversos de descentralización y abriendo la posibilidad de una estructura federal, o por lo menos de un grado importante de autonomía política de regiones, como en el caso del Walmapu que probablemente la pedirá (tal vez también Rapa Nui), aunque sea la única región que aspire a ello. Y tal vez la posibilidad de definir el Estado como plurinacional, aunque la realidad chilena difiere de la boliviana y ello merece mucha discusión. Pero hay que afirmar claramente que la descentralización, la autonomía regional fuerte, las estructuras federales, las políticas multiculturales o plurinacionales no amenazan “la unidad de la república”, ni “la identidad nacional”, sino la uniformidad, la hegemonía y el aplastamiento cultural de un pueblo por otro. La constitución debe tomar un rumbo decididamente opuesto a esta tendencia nefasta e indigna de la historia.
Y debe incluirse una parte completa sobre la economía, los bienes nacionales, los recursos naturales, el trabajo y la justicia social distributiva. Este es un asunto de máxima importancia. No se debe limitar esos temas a la mención de derechos sociales en la segunda parte, por la simple razón que ello ya existe en las constituciones, y se ha visto que no son para nada suficientes. Que el ciudadano tenga “derecho a un trabajo digno” (a condición que lo encuentre), a sindicatos, vacaciones y jubilación (a condición de haber cotizado), no dice nada sobre los minima, sobre la justicia o injusticia de montos y proporciones ni sobre las desigualdades de hecho monstruosas ni de cómo financiar las pensiones o la educación de manera justa. No dice nada sobre la manera de producir y distribuir la riqueza del país, que por cierto no está protegida contra su enajenación en manos privadas extranjeras o nacionales. Por supuesto, esto no será fácil; por ello, si no vamos avanzando estos temas en el debate, simplemente no habrá ninguna chance de que ello sea ni siquiera evocado en el órgano constitucional –se dirá en todo momento que estos no son temas constitucionales–. Justamente, ese es el problema con el constitucionalismo actual.
Debe mencionarse y definirse de manera clara la posibilidad de formas alternativas a la propiedad privada, como la gestión comunitaria de “bienes comunes” (teoría de los ‘commons’), las cooperativas (que existen, pero sobreviven a duras penas frente a la empresa privada, sin apoyo fiscal), formas mixtas y experimentales de producción y distribución de bienes. Se debe establecer con gran claridad que esto no significa la abolición de la propiedad privada sino su apertura otras formas, su complemento. La acusación (que no faltará) a estas proposiciones como “ideológicas” o incluso “comunistas”, se puede devolver fácilmente al expedidor: la propiedad privada como modo predominante de posesión, blindado constitucionalmente, eso sí que es ideológico, institucionalizando la injusticia, la desmesura, nefasta de un punto de vista ecológico y nula en cuanto a justicia social. La estructura económico-ecológica global de la sociedad debe poder incluirse en la constitución.
En cuanto al capítulo o parte donde se definen las instituciones políticas, no bastará por ejemplo, con desplazarse de un sistema presidencialista a un sistema parlamentarista; hay que trabajar profundamente sobre el diseño de nuevas instituciones, con nuevas formas de designación de sus miembros, como el sorteo, para los representantes, por ejemplo, de una “asamblea del pueblo”; todo aquello que se puede llamar profundización de la democracia[2]. Se trata de un tema fundamental ya que los regímenes tanto presidencialistas como parlamentaristas, bicamerales (o unicamerales, no es lo esencial) con diputados o senadores elegidos por voto mayoritario, favorecen la alternancia de partidos y coaliciones que tienden a acaparar el poder por su capacidad (y medios económicos y de prensa) a instalar candidatos y autoridades, generando las élites político-económico-mediáticas que son hoy parte esencial del problema. Sin una visión previa lo más precisa posible de las instituciones de la democracia real que queremos, las discusiones serán bizantinas, sobre un sinnúmero de detalles que no cambian nada.
Por último, sería una gran pérdida no aprovechar el proceso constitucional para redefinir el rol de las fuerzas armadas, que ha significado tanto sufrimiento de nuestros pueblos latinoamericanos, perturbaciones periódicas de las democracias, acaparando presupuestos inmensos. Se debe enunciar solemnemente la vocación pacifista del país y el deseo de hermandad latinoamericana, lo que implica que se reservarían gastos razonables a unas fuerzas armadas adaptadas a un rol puramente defensivo, aptas a socorrer a la población en caso de catástrofes naturales y con soldados formados sólidamente en derechos humanos y ética.
El constitucionalismo liberal, clásico y moderno, si se deja intocado, permitirá neutralizar la próxima constitución, que, con una elegante redacción, permitirá consagrar lo que se ha venido llamando el gatopardismo: “que todo cambie para que todo continúe igual”. Es decir, la frustración de las esperanzas surgidas y cultivadas desde el estallido social, lo que sería una derrota histórica de mucho mayor alcance que aquella de la Constitución del 80, porque se repetirá incansablemente, durante décadas, que esta nueva constitución ha sido redactada por el pueblo, con plena legitimidad democrática.
El nuevo constitucionalismo entonces es el contexto de ideas que debemos promover, someter a la opinión pública, habituarla a sus términos, lenguajes y razonamientos, trayéndolos al debate, mencionándolos en columnas, artículos, debates, discursos y libros. La nueva constitución será realmente nueva si es inspirada de este nuevo constitucionalismo. Las ideas fuertes de una nueva constitución deben prepararse, debatirse, des-mistificarse, banalizarse. Sino, llegado el momento, cualquier proposición en el órgano constitucional que vaya en el sentido de cambiar la sociedad, desencadenará fácilmente alarma y amenazas de bloqueo, con argumentos amedrentadores como “es imposible”, “no es viable”, “no hay que bloquear la iniciativa privada”, “no hay que desanimar a los inversionistas”, “es ideológico”, y, sobre todo, como ya lo hemos explicado, “no es tema constitucional”.
Efectivamente, no son temas constitucionales en el contexto del actual constitucionalismo, que sí es ideológico. Pero deben llegar a serlo. Eso es lo esencial en la lucha de ideas actual. No comprender esto, es condenarse al fracaso histórico antes mencionado.
Por ello podemos volver sobre la afirmación inicial: “La constitución, sabemos lo que es”. En realidad, suponemos que lo sabemos, influenciados por el constitucionalismo actual, convencional y liberal que definitivamente no nos sirve para construir una nueva sociedad ni redactar su nueva constitución. Sin un nuevo constitucionalismo no habrá una (realmente) nueva constitución. Todo el esfuerzo y las luchas, las privaciones, las huelgas, los muertos, los mutilados y los presos, habrían sido por nada.
[1] Hans Kelsen, General Theory of Law and State. Harvard, Cambridge 1945, y Reine Rechtslehre (1960), Teoría pura del Derecho, Buenos Aires, Eudeba, 1982, es el principal oponente a las importantes teorías de Karl Schmitt, jurista del autoritarismo y precursor de la jurisdicción nazi. Ardiente defensor de la democracia, principal autor de la Constitución austríaca de1920, Kelsen es el mayor teórico del constitucionalismo moderno.
[2] Amplios desarrollos de este tema, como también de las formas alternativas de propiedad, mencionado en el párrafo anterior, en Daniel Ramírez, Manifiesto para la sociedad futura, Catalonia, Agosto, 2020.
Tengo la impresión de que el «nuevo constitucionalismo» propuesto no es una auténtica novedad, y por el contrario expresa dos cosas de larga discusión.
En primer lugar, es cierto que la Constitución no expresa un orden ideológicamente neutro. A la de Estados Unidos le costó una guerra civil comenzar a desprenderse del racismo, y aún estamos en proceso de subvertir el orden centrado en el hombre propio de la declaración de 1789.
Sin embargo, la propuesta del positivismo jurídico apunta a que la norma fundante sea, en último término, la manera de arbitrar conflictos bajo ésta y no la de imponer una determinada convicción, a riesgo de que la Constitución sea inútil o tenga una fecha de vencimiento. La que nos rige hoy plantea concepciones acerca de la sociedad civil, de los derechos, y de la forma de ejercer el poder que, tras 30 años de ejercicio, han quedado obsoletos, y la imposición de figuras políticamente cargadas en el nuevo texto puede chocar frontalmente con la conformación de la sociedad o, peor, quedar sin ejecución. Si planteamos a la Constitución como una hoja de ruta y una afirmación política, cabe la posibilidad cierta de que no se quiera seguir ese camino y que, al final, la discusión regrese sobre la Constitución en sí y su valor.
Del mismo modo, la dimensión performativa de la Constitución implica que para que tenga valor debe ir asociada a un cambio en el estado de las cosas que sea aceptado por los destinatarios de la norma. Olivecrona hace un muy buen ejemplo en esto a propósito del bautismo de un barco: no porque alguien le arrebate la botella a quien lo bautizará, éste se llamará como pretende el usurpador. En términos crudos: si la Constitución nueva produce un gatopardo, será porque tampoco cambió la sociedad a la que se dirige.
En segundo lugar, porque varios de los elementos propuestos para un nuevo constitucionalismo no implican una transformación del orden establecido. Existen constituciones que reconocen autonomías, estados federados y hasta confederados; que incorporan naciones diversas al interior de un mismo Estado en función del derecho a la autodeterminación; que establecen mayores o menores regulaciones en lo que respecta a los derechos sociales; que incorporan derechos avanzados como el de conexión a internet o el uso de medios expeditos por parte de la Administración del Estado; etc.
Tanto es así que nuestra vapuleada y parchada Constitución, absolutamente unitaria, dispone un estatuto especial de administración de Isla de Pascua y Juan Fernández, que debe establecerse por ley.
Excelente comentario