Diego, el héroe de México ’86, símbolo del fútbol argentino de todos los tiempos
Diego Armando Maradona no solo fue el mejor jugador de la historia, fue el capitán y el símbolo del seleccionado argentino que alcanzó su mayor momento de gloria en México '86 y quedó instalado en el Olimpo del fútbol mundial.(Télam)
Diego fue tan grande que no solo fue el mejor entre los mejores, fue el alma de cualquier equipo que integró y alcanzó en el seleccionado argentino su máxima expresión.
Diego agotó cualquier adjetivo sobre su condición de futbolista, pero además tuvo un coraje y un temple sin par que lo llevó a ser el líder del seleccionado que ganó el Mundial Juvenil Japón ’79, el extraordinario campeón de México ’86, el épico subcampeón de Italia ’90 y el Mesías que volvió para clasificar a Argentina al Mundial de Estados Unidos ’94, donde le «cortaron las piernas» pero no pudieron mellar su espíritu.
Diego fue primer violín y director de orquesta al mismo tiempo, por eso fue único y quizás irrepetible. Por eso su legado en un fútbol que ya no será el mismo sin él.
Su idilio con la pelota comenzó en sus primeros años de vida en los potreros de Villa Fiorito y su idilio con la selección empezó un 27 de febrero de 1977 cuando César Luis Menotti lo hizo ingresar por Leopoldo Luque en su tan amada Bombonera, a los 20 minutos del segundo tiempo de un amistoso en el que Argentina goleó 5 a 1 a Hungría.
Bastaron escasos minutos para comprobar que el chiquilín que asombraba en Argentinos Juniors desde su debut en Primera el 20 de octubre de 1976 iba a marcar un hito en el fútbol mundial. En apenas cuatro meses, del primer nivel local a codearse con los futuros campeones del Mundial ’78 en Argentina.
Le quedó el sabor amargo de no jugarlo porque Menotti quiso preservarlo por su corta edad, pero tuvo su revancha al año siguiente cuando Argentina ganó el Mundial Juvenil de Japón ’79, con un inolvidable equipo en el que también estuvieron Juan Simón, Juan Barbas, Ramón Díaz y Gabriel Calderón, futuros compañeros en la selección mayor.
Un equipo que ganó, goleó y gustó, un equipo que hizo madrugar a un país para mirar por televisión los partidos desde la lejana Tokio, en una época oscura para la democracia.
Poco antes había marcado su primer gol en el seleccionado albiceleste ante Escocia, en Glasgow, partido que Argentina ganó 3 a 1 y que fue el último de una gira que también comprendió partidos con Holanda, Italia e Irlanda.
Por entonces Daniel Passarella era el capitán y el símbolo del seleccionado pero ya la figura de Maradona comenzaba a crecer, no solo en la parte futbolística sino en su gravitación dentro de un grupo que reunía a los mayores campeones del ’78 y los juveniles triunfantes en el ’79.
Las giras previas al Mundial de España ’82 auguraban un gran éxito pero el seleccionado no tuvo un buen comienzo y decepcionó. Perdió con Bélgica en el debut y aunque clasificó para la ronda final fue superado por Italia, partido recordado por la férrea marca que soportó por parte de Claudio Gentile, y por Brasil, en un partido en el que Diego terminó siendo expulsado por una patada producto de la impotencia.
La derrota produjo un cambio de timón, Carlos Salvador Bilardo sucedió como entrenador a Menotti, según Diego el mejor que tuvo en su carrera, y desde allí emergió su liderazgo dentro y fuera de la cancha. Y el camino a a las grandes conquistas.
El primer ciclo de Bilardo fue inversamente proporcional al anterior de Menotti, arrancó muy mal y terminó con la mayor conquista del fútbol argentino en más 100 años de historia: el Mundial de México ’86.
Y fue tan floja la producción de ese equipo, que estuvo al borde de jugar un repechaje en la clasificación en 1985, salvado por una corajeada de Passarella y el gol de Gareca, que a pocas semanas del campeonato peligró la continuidad de Bilardo.
Pero la mano firme de Julio Grondona como titular de la AFA y el deseo de revancha de Diego y un grupo acostumbrado a los golpes lo impidió.
Así, impensadamente para muchos, se llegó a la gloria del campeonato mundial, con un discreto paso en la zona de grupos y una gran producción a partir de octavos de final, dejando en el camino a Uruguay, Inglaterra, Bélgica y la poderosa Alemania en el partido cumbre, con su pase magistral y el gol de Burruchaga a poco del final.
Fue el Mundial que consagró al nuevo rey del fútbol y el de los recuerdos imborrables de «la mano de Dios» o el «gol del siglo» a los ingleses.
Con ese reinado siguieron las giras internacionales y el subcampeonato de Italia ’90, un torneo en el que Diego fue golpeado a mansalva, al punto que mandó a confeccionar unos botines especiales para jugar la final, otra vez con Alemania, ya que tenía los tobillos tan inflamados que no calzaban en los habituales.
Fue el Mundial de los penales atajados por Sergio Goycochea, el de la semi con Italia en el San Paolo, con la ciudad de Nápoles a favor a su ídolo, y el del partido decisivo perdido con los alemanes, con un equipo diezmado por las lesiones y la suspensión de Claudio Caniggia, y un discutible penal a poco del final.
Fue también el momento de una pausa con la selección. El nuevo ciclo encabezado por Alfio Basile arrancó con el brillo de la obtención de dos Copa América, ’91 y ’93 pero desbarrancó con la fallida clasificación para Estados Unidos ’94 y el repechaje con Australia.
La necesidad obligó a su retorno y Diego volvió, tras su suspensión de 15 meses por doping, para enderezar el barco y llevar al seleccionado al lugar que por jerarquía siempre debe ocupar: el de protagonista del fútbol mundial.
Ya con 34 años y un cuerpo minado por los excesos, Diego realizó una preparación especial para su último gran desafío: su cuarto Mundial.
Acompañado por figuras como Claudio Caniggia, Gabriel Batistuta y Fernando Redondo, entre otros, comandó un equipo que se puso el traje de candidato con triunfos ante Grecia y Nigeria, pero otro control antidopaje, en la tarde de Boston tras jugar con los africanos y la extraña imagen de ser acompañado por una enfermera desde el mismo campo de juego, significó su adiós con la camiseta argentina.
El «me cortaron las piernas» en conferencia de prensa fue la síntesis de la impiadosa e inmerecida despedida del mejor de la historia en la selección nacional.
Una selección que amó como nadie, de la que siempre fue hincha y a la que volvió para dirigirla en el Mundial de Sudáfrica 2010 con la ambición de lograr el título y el deseo íntimo de que Lionel Messi continuará con su legado.
Se fue Diego, el mejor de los mejores, el que alegró y emocionó a millones de argentinos, el que aceptó sus errores como terrenal y recordó que «la pelota no se mancha», la misma que lo llorara eternamente.