Francisco J. Lozano: Catalunya en su depresión
Nuestro columnista habitual, que vive en Catalunya, nos entrega un análisis de las jornadas vividas tras las condenas a 9 independentistas.
Por Francisco José Lozano*
Hoy, 17 de octubre, Barcelona se ha despertado entre perpleja y consternada. Como en otros puntos de la geografía catalana, un torrente de emociones difícilmente canalizable se ha desbordado en su cuarta jornada de protestas contra la sentencia, tan firme como severa, a nueve de sus doce políticos independentistas juzgados por los hechos del otoño de 2017, a saber, la celebración de un referéndum no pactado por la autodeterminación y la posterior declaración unilateral de independencia bajo la forma de una república.
La Barcelona en donde se vivieron los momentos más impactantes de aquellos días ha amanecido con olor al humo de los más de cuatrocientos contenedores y algunos coches incendiados, y con un paisaje de barricadas esparcidas y mobiliario urbano destrozado por grupos radicalizados tras las movilizaciones convocadas mayormente por los llamados Comités para la Defensa de la República (CDR). Todo el mundo conoce episodios más graves de lucha callejera en otras ciudades del mundo pero para alguien que haya vivido o trabajado en la Barcelona de Eduardo Mendoza, Vázquez Montalbán o Pascual Maragall, las imágenes del fuego recortando el negro de la noche barcelonesa son chocantes hasta el extremo y desgarran en lo más íntimo.
Desde la comunicación de la sentencia los actos de protesta han ido ganando en intensidad y evidencian notable organización. Una infraestructura estratégica como el aeropuerto internacional del Prat fue casi colapsada el mismo lunes a la llamada del autodenominado Tsunami Democràtic, una organización sin rostro y con gran capacidad de convocatoria; la estación de Sants, nudo crítico de conexión por tren, está permanentemente en el punto de mira. Carreteras cortadas por el territorio, tensión en aumento. Mientras trozos de asfalto se derriten por el calor del fuego de los vándalos, columnas a pie nutridas del independentismo proveniente de varios puntos del territorio avanzan pacíficamente hacia Barcelona, en donde convergerán este viernes.
El movimiento independentista, inequívocamente pacífico en su ADN primigenio, aún mayoritario, exterioriza inevitablemente los efectos del paso del tiempo en la destilación de las emociones que lo alimentan y de las altas expectativas simuladas en aquel convulso octubre de 2017. También revela las sensibles discrepancias y contradicciones entre sus líderes políticos. En tanto unos (Esquerra Republicana de Catalunya) consideran necesario ampliar la base social del independentismo tras asumir la evidencia de que no cuentan con una mayoría de la sociedad catalana, otros (la centroderecha de Junts per Catalunya, liderados desde Bruselas por el anterior presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, a cuyo dictado opera formalmente el actual presidente, Quim Torra) apuestan por una estrategia de confrontación directa y de desgaste del Estado. Con un tono propio de la arenga activista, e indolente ante sus consecuencias, el presidente Torra no deja de animar a la protesta civil al grito de ‘¡apretad, apretad!’ mientras, simultáneamente, su conseller de interior coordina la policía autonómica que debe hacer frente a las algaradas que se produzcan. Una situación esquizofrénica pero entendible desde la lógica del ‘cuanto peor, mejor’.
La montaña rusa emocional en la que la sociedad catalana navega, entre la ilusión y la depresión, amenaza con agravar una fractura en la convivencia que cada vez es más real que virtual. Atención con los próximos pasos. El Estado español cuenta ahora con un gobierno socialista que intentará gestionar este pulso con unas maneras diferentes a las del anterior gobierno del PP. Pero los márgenes son estrechos y la sombra del combate por las elecciones generales del 10-N es alargada. Demasiados errores acumulados en ambos lados del conflicto, demasiada incomprensión mutua. Para coser tamaños descosidos hará falta mesura y paciencia y, sobre todo, hilos más sólidos que los que simplemente sirven para zurcir banderas. Mientras tanto, una nueva noche cae sobre la ciudad que otrora, en un verano del 92, encandiló al mundo con el pequeño fuego de una flecha cargada de concordia.
*Licenciado en Ciencias Empresariales de la Universidad de Barcelona