El arte de comprar un pasaje sin perder la paciencia ni la dignidad

Por Felipe Nogués, periodista

Una vez, en un arrebato de optimismo, intenté comprar un pasaje aéreo en promoción. Me llegó un mail: “¡Vuela a Buenos Aires por $19.990!”. Sentí que la vida me sonreía. Que el universo, por fin, había decidido premiarme. Que los astros se alineaban y que iba a ver el Obelisco por menos que una empanada gourmet en Lastarria.

Pero entonces… hice clic.

Y ahí comenzó el infierno.

Primero, el precio base. Luego, que si quiere asiento (¡porque al parecer sin asiento uno va colgado del ala!). Después, que si quiere llevar equipaje de mano. Luego, que si quiere respirar aire presurizado dentro del avión. Que si desea bajarse en destino y no en escala. Que si prefiere no ser lanzado en paracaídas a los suburbios de Ezeiza. Y, por supuesto, las tasas aéreas, los costos administrativos, el cargo por soñar barato y el impuesto moral por pretender que 19.990 era real.

Al final, el pasaje costaba $172.450, y uno siente que debería incluir una sesión de terapia para tratar la frustración.

Este fenómeno, conocido como precios dinámicos, tarifas fragmentadas o simplemente estafa emocional, se ha convertido en la nueva normalidad del comercio digital. Y no solo pasa con los pasajes. Compra uno un concierto y luego vienen los “cargos por servicio” (¿cuál servicio? ¿imprimir el PDF?), reservas un hotel y te cargan la “tasa por limpieza” (como si el aseo no fuera parte del precio de dormir sin ácaros).

Lo más dramático es que, en plena era digital, el consumidor no solo debe tener tarjeta de crédito, sino también título en contabilidad, diplomado en derecho al consumidor y un máster en paciencia zen.

Ahora bien, ¿quién defiende al consumidor de este festival del desglose? ¿Dónde está el SERNAC cuando uno necesita que alguien diga: “Oiga, eso es publicidad engañosa”? ¿Dónde están los diputados que tanto aman hablar de la “ciudadanía” para meterle mano a este tema que sí afecta al ciudadano de a pie (o de avión, en este caso)?

Lo mínimo que podríamos exigir es transparencia real en los precios. Que el valor que se publicita sea el final o, al menos, que no implique un ejercicio de álgebra para saber cuánto va a costar en verdad. Que no te lo diga un asterisco en el fondo de la pantalla, sino el número grande y visible al que accediste voluntariamente.

Y a nuestras autoridades: si de verdad quieren conectar con la gente, olviden por un rato la ley para regular los nombres de los reality shows y miren lo que está pasando en el día a día de millones de consumidores. Porque hoy, comprar un pasaje es casi tan desgastante como volar en clase turista por 14 horas.

Y eso ya es mucho decir.

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