
Lo ocurrido con las imágenes filtradas de la princesa Leonor haciendo compras en un centro comercial de Punta Arenas es mucho más que una simple anécdota. Es, en realidad, una radiografía implacable de lo que nos estamos convirtiendo como sociedad: una mezcla de rasquerío con poder, farandulismo de cuarta categoría y una miseria ética que ya no se oculta, sino que se exhibe con orgullo.
Filtrar registros de cámaras de seguridad —de uso restringido y bajo control privado— para obtener un “golpe noticioso” es un acto ruin y cobarde. Peor aún es que haya quienes celebren la difusión de esas imágenes como si se tratara de un logro nacional. ¿Qué viene ahora? ¿Instalar cámaras ocultas en los probadores? ¿Hackear teléfonos para alimentar el morbo colectivo?
Es cierto, la realeza —como cualquier otra familia— no está libre de episodios poco elegantes. De hecho, algunos miembros han protagonizado escándalos que han cruzado fronteras. Pero una cosa es enterarse de hechos noticiosos que tienen impacto público, y otra muy distinta es husmear y difundir imágenes privadas captadas sin consentimiento alguno, solo por el goce de humillar o exponer.
Y esto no es un caso aislado. Ya hemos visto cómo en colegios algunos estudiantes suben fotos y videos de sus compañeros, muchas veces truqueados, sin conciencia del daño que provocan. Se suma el triste espectáculo de figuras públicas que se ponen creativas en sitios para adultos, y todo se viraliza sin control ni consecuencias. Pero ni los familiares de unos, ni las autoridades frente a otros, dicen nada, sancionan poco y denuncian menos.
Estamos sometidos a la dictadura del morbo y del flaite con acceso a tecnología. Aplastados por la cultura guachaca, esa que confunde cercanía con vulgaridad, irreverencia con falta de respeto, y libertad con libertinaje. Una cultura que hoy inunda todos los rincones de la sociedad chilena.
Y lo peor, como casi todo lo que ocurre hoy en Chile: la mayoría lo está celebrando… y una minoría apenas resistiendo sin poder aceptarlo.