Más allá de la perplejidad que nos inunda, pueden ser varias las dimensiones desde las que se pueden abordar los acontecimientos ocurridos los últimos días en relación con el Caso Monsalve, dimensi0nes que suponen reflexiones de múltiples alcances políticos, filosóficos y éticos, y que por supuesto, muchas veces en el análisis más frío, se confunden y entrelazan.
Mucho se ha escrito y leído, cada cual elige el punto de vista y se detiene en lo que considera relevante, abundar en eso no vale la pena, pero sólo enumero: la condena transversal de que bajo ninguna circunstancia se puede aceptar la violación a una mujer; la torpeza y desatinos del gobierno para enfrentar la crisis; la mala gestión comunicacional de las autoridades, incluido la bochornoso punto de prensa del presidente del pasado viernes; el aprovechamiento político de los distintos sectores; la supuesta autoridad moral que pretenden exhibir unos y otros respecto de muchos temas, cuando su propia estructura valórica se desmorona, cuando conocemos los actos de los distintos sectores políticos, desde las colusiones empresariales, los aprovechamientos de fondos públicos en las fundaciones, el alambicado clientelismo corruptor entre los abogados de la élite, jueces y fiscales, los desparpajos morales al justificar sueldos desorbitados como pagos de favores, en fin, una serie de acciones que involucran a casi toda la escena institucional del país, y que debería servir para que cada sector en vez de acusar al adversario hacer un ejercicio de autocrítica desde la humildad y la disposición a trabajar en bien del país y no en su propio beneficio. En ello estamos (casi) todos de acuerdo.
Pero volvamos al Caso Monsalve.
Cuesta entender cómo una autoridad, una autoridad como ésta, de la relevancia de su cargo público, de la impronta mediática de su rol, en conocimiento de sus actos, sea capaz de acometer un delito tan grave y que, como si fuera poco, se sucedan casi impunemente, una serie de hechos administrativamente irregulares, e incluso, eventualmente delictivos, en el uso de las atribuciones de la autoridad el uso de los bienes públicos y en el actuar displicente, o al menos inoportuno, de las instituciones para enfrentar la crisis
Pero eso también está dicho.
Lo que hay aquí es abuso de poder, pero no la concepción simple del abuso de una posición de privilegio, no. Según mi parecer se trata de algo mucho más profundo, quizás algo que define al propio ser humano, aquel ser humano desprovisto de juicio moral sobre sus actos. Ello deriva del enceguecimiento que supone de un día para otro, sobre todo a gente que no ha sido lo suficientemente preparada en política (y qué decir en su calidad moral y mirada éticas), el ser autoridad, el verse por sobre los demás con una serie de privilegios en posiciones que desproporcionadamente provee una institucionalidad llena de símbolos de pleitesía, frente a una ciudadanía que transita en la cotidianeidad de su existencia, desesperanzada por la falta de oportunidades. Como decía por ahí un columnista, que la dimensión política más elevada no se trata tanto de la construcción de relatos y discursos ideológicos más o menos morales, construcciones sociales rebosantes de utopías e idealismos, sino de un actuar consecuente con ciertos valores, un actuar materializado en el bienestar definitivo y duradero de la ciudadanía.
De ahí deriva el viejo aforismo que destaca la distancia del dicho al hecho, por eso fue siempre “otra cosa con guitarra”, y precisamente parte del desorden del gobierno se explica con que la ingenuidad del sector político que lo apoyó se transformó muy rápidamente en más de lo mismo, los exacerbados sueños del maniqueo utopismo revolucionario se enfrentaron rápidamente a la realidad, y la calidad moral de muchos de sus actores fue fragilizada por la ambición, el poder y la arrogancia política. Pero sumamos a ello las desafortunadas frases de los ministros de Piñera en su momento, respecto a levantarse más temprano para sortear el alza de precios de las tarifas del metro, o la presencia indolente de los hijos del propio presidente en la mesa de negociación en China en una visita de estado al gigante asiático, normalizado por el carácter simbiótico de su clase, o cuando se dijo por ahí que los chilenos invertían en una segunda vivienda para la renta durante su vejez, o decir que el país está en guerra o que los enemigos del estallido social son alienígenas, pero por cierto, también obedece a la misma lógica la actitud inocente y gravosa de la ex ministra Siches cuando campante quería ingresar a Temucuicui donde pretendía dialogar con los “pobres campesinos del Wallmapu, víctimas de un estado opresor”, o el clasismo exhibido por la ministra de la Mujer al referirse en forma cantinflesca a la posición de un portero frente a la importancia de un subsecretario.
Los hechos acaecidos desde el 23 de septiembre y lo ocurrido después, son parte de esa miopía, parte de la confusión que produce el poder, del sentirse tocados por una especie de varita divina con los colma de una misión trascendente; una misión política y moral, como ha ocurrido con los curas abusadores; se trata de una posición de ser dueños de una verdad trascendente ya sea de verdad de la ideología, de la religión o del dinero, y que en mérito de esa epifanía, cualquier conciencia moral sucumbe ante los impulsos más profundos del ser humano, la pulsión simbolizada en la ambición del dinero, del sexo y del poder.
En ese instante se derrumba el relato de toda utopía, los socialismos reales se convierten en pantomimas del autoritarismo y sus pueblos quedan sumidos en la miseria, la pobreza y la indignidad que produce la falta de libertades, se continúan justificando en las atrocidades cometidas en contra de la democracia porque el relato de la teoría literaria es benevolente con las ideas que los mueven; lo mismo sucede con quienes desde una posición de privilegio social y económico, acumulado por años de otros autoritarismos, abogan por la competencia (casi siempre desleal) y las ferocidades del mercado, las supuestas libertades públicas y privadas, mientras administran el poder desde la opacidad del poder fáctico o mantienen la pasiva o activa complicidad de la descomposición ética de una convivencia ciudadana eliminando adversarios por la tortura, el exilio o la muerte.
Hoy, unos y otros hacen gárgaras con esa autoridad moral de la que, en realidad, carecen, que les produce un placer onanista, y que les permite creer, enceguecidos, que son dueños de una verdad, poseedores de un halo mágico que les permite hacer o decir casi cualquier cosa, en el caso de Monsalve, además, violentar a una mujer sobre la cual cree tener propiedad, o al menos, una ascendencia impune de sus impulsos más básicos.
En eso parece haberse convertido la política, en un espacio de poder para desplegar los básicos impulsos de la ideología y la psique, elevadas por las supuestas predestinaciones morales de sus adeptos, una majamama ideológica y moral que a esa clase política la aleja de la gente y la transforma en verdaderos energúmenos, en vampiros, en monstruos de día claro, pero que, al verse al espejo, sigue convencida de la posición iluminada de su pedestal de poder.
Desde allí habló el presidente en la fallida mise en scène del pasado viernes, desde allí, de un tiempo a esta parte, la clase política inconsciente de sus errores parece deambular abandonada a su conciencia como zombis en tiempos de Halloween.