El mito de una santa semana

Por Rodrigo Reyes Sangermani, periodista

Dios y la fe

Más allá de la fe, a personas como uno, con una capacidad intelectual promedio y una conciencia desarrollada durante millones de años como resultado de la evolución, nos resulta complicado comprender eso de que por la muerte del Jesucristo crucificado habríamos sido liberados del pecado original, que a Él lo habría enviado su padre para salvar a la humanidad. En resumen, que son los eventos que rodean a esa muerte los que se conmemoran en Semana Santa y los que, queramos o no, poco importan incluso a la inmensa mayoría de los creyentes.

Y no se trata que para comprender se requiera una compleja explicación científica sino más bien, incluso, sólo bastaría una sencilla explicación teológica, tal vez sí, desde un punto de vista meramente simbólico, es decir, como una metáfora religiosa que suponga un proceso iniciático del hombre en su progreso moral evolutivo, sin embargo, el sentido correcto de la idea generalmente está bastante lejos de esa interpretación secular tan personal y la explicación plausible, también lejos del ciudadano común.

Las explicaciones sobran en realidad, porque cuando cada vez que un creyente entra en argumentaciones, estas se acaban con dos sentencias que cierran el paso a mejores comprensiones; la primera es que el ser humano es incapaz de comprender los misterios de Dios, o que nuestra inteligencia es tan limitada que se nos es imposible ir más allá buscando respuestas y sólidas argumentaciones; y la segunda, que hay que tener fe, es decir, que cuando llegamos a un callejón sin salida en las argumentaciones teológicas, la conversación termina con esa advertencia de que finalmente se cree en algo porque se tiene fe (huelga recordar que ya no había más respuestas para el que hace preguntas).

Recuerdo a los curas de mi colegio que cuando uno los interrogaba precisamente respecto de esos misterios a la razón humana, desde los dogmas cristianos centrales hasta la cotidianeidad de los milagros de los textos sagrados, cuando ya no había más explicaciones de parte del sacerdote, este no sólo argumentaba eso de tener fe, y que teniendo fe ya no interesa hacerse esas preguntas, sino que además se enojaban; quedaban como taimados de que uno fueran tan lejos con las sempiternas preguntas existenciales que se hace un adolescente cualquiera, como que si la sola pregunta era incómoda o blasfema. Molestia del cura que más bien era interpretado por uno, como la incomodidad de un pedagogo por no poder dar respuestas convincentes a un alumno y acaso también por la desnudez que suponen las propias dudas del religioso, sometido desde niño a la construcción de una serie de mitos que probablemente también le haya costado creer y comprender, pese, digo, a la vida religiosa pública que detenta y el ejercicio riguroso y a veces mecánico del ritual.

Con el relato que pretende la Iglesia construir respecto de la Semana Santa, cuesta entender también eso de que cada niño nace con el pecado original, que inocentes criaturas vengan al mundo cargando la culpa del pecado de sus padres, de sus abuelos, antecesores, qué se yo, de la humanidad misma; como son los males de la humanidad, las guerras, las enfermedades, los crímenes de la Inquisición tal vez, como si fueran responsabilidad de los niños inocentes, y que ese pecado hoy desaparezca por arte de magia en la concreción de un rito sacramental, del agua bautismal u óleos sagrados, salvo, claro está, que me digan que se trata en realidad sólo de un ritual simbólico, pero no.

Desde la Antigüedad, es decir, desde antes de la caída del Imperio Romano, se estructuró, como todos saben, el canon del cristianismo, y entre ellos, la necesidad de conmemorar la Semana Santa. En esta semana se concentra lo sustancial de la fe, los elementos que dan forma a una creencia que por 17 siglos ha instalado en el mundo -en el mundo occidental, al menos- una matriz de pensamiento fundada en una Verdad única y excluyente respecto de los temas esenciales de la filosofía, es decir, en la respuesta ontológica de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos; respuestas todas que se simplifican muy bien con una palabra que lo abarca todo, una palabra que todos usan con soltura y desparpajo, que sirve como verdadero comodín, y que con seguridad, cada quien que la pronuncia, le otorga distintos significados, aunque esa eventual dispersión de significados del concepto a la Iglesia le de lo mismo, porque incluso sirve como amalgama que habita en las conciencias adoctrinadas de los creyentes más allá de sus distintos tipos de fe y creencias.

Esa palabra es la palabra “Dios”.

El espectro va desde quienes atribuyen a Dios una imagen antropomórfica, del clásico señor con barba sentado en un trono en el cielo entre las nubes como tan bien ha sido registrado en la pintura y la escultura renacentista, y que es como una verdadera marca grabada en la conciencia de los consumidores, hasta aquellos que piensan que Dios es simplemente la fuerza de la naturaleza sin intervenciones providenciales e incapaz de los milagros, el «Dios de Spinoza» está de moda decir por estos días. La inmensa mayoría de los creyentes transita sin embargo en la infinidad de interpretaciones intermedias de Dios, algunos serán más teístas y otros más deístas, lo que al final, da igual.

Roma

La historia señala que fue a principios del siglo IV cuando más bien por una conveniencia política, el emperador Constantino con el Edicto de Milán, consagra en Roma una especie de libertad de culto, que en términos prácticos autorizaba la profesión del cristianismo en todos los rincones del Imperio. Ello, ciertamente, no fue consecuencia de un cambio voluntario de sus propias creencias, ya que entonces el mandatario romano, como parte importante de los súbditos del Imperio, profesaba el culto al dios Sol Invictus, pero veía con buenos ojos adoptar oficialmente el cristianismo como eficaz medida populista.

Pero el cristianismo en boga en esos años, en los que la Antigüedad daba sus últimos pataleos, no existía el cristianismo que hoy conocemos, mucho menos el catolicismo actual. Muchos cristianismos se practicaban entonces en los vastos territorios de Roma, la mayoría mezclando rituales y creencias con las propias de sus tierras o con las que habían escuchado eran las originales desperdigadas por los apóstoles desde el siglo primero, una especie de sincretismo religioso inspirado en tradiciones tan antiguas como anónimas. Era necesario, ya que el cristianismo emergió como el paradigma teologal del Imperio, ser capaces de normar la nueva religión, tanto en sus aspectos doctrinarios como litúrgicos, que tanto convenía políticamente al emperador, que terminó en su lecho de muerte convirtiéndose, al parecer sinceramente, a la nueva fe.

Es así como en el año 325 se reunieron todos los obispos del Imperio en Nicea para configurar esta nueva religión: la Católica Romana, como religión oficial del estado, pero al mismo tiempo, lo suficientemente amplia como para que cupieran en ella, como en un molde perfecto, también las antiguas tradiciones y creencias profanas, zoroástricas, arrianas, orientales, celtas, además de judaicas, existentes entonces como una especie de amalgama cultural universal aunque confusa y desordenada, como las veleidades legendarias de los dioses del Olimpo.

La necesidad de poner orden en ese caos significó que hubo que ponerse de acuerdo en muchísimas cosas, tanto en temas teológicos doctrinarios como en temas meramente ritualísticos, y por supuesto también en escoger con mucho cuidado qué textos en vez de otros convenía promover para que fueran útiles al nuevo dogma, y que de alguna manera vendrían a constituir una especie de marco teórico, de palabra divina, de carta magna de lo que se acordare.

Elegir bien los libros del evangelio; la definición de la Santísima Trinidad, por ejemplo, uno de los temas más controversiales en la normalización del culto católico, tanto que hubo obispos que se retiraron del Concilio al ver como se imponían cuestiones alejadas de algunas interpretaciones protocristianas, según ellos más auténticas en relación con las enseñanzas de Cristo, fueron algunos de los temas centrales del sínodo. Allí surgieron las diferencias entre las distintas iglesias orientales hasta el día de hoy.

La condición de Jesús como hijo de Dios, y a la vez Espíritu Santo, su propia resurrección; la veracidad de los milagros; las creencias respecto de la muerte y vida eterna; la condición de los santos; la virginidad de María, los libros neotestamentarios canónicos y apócrifos, etcétera, fueron todos algunos de los temas más controversiales que terminaron imponiéndose con la fuerza del Imperio y la promesa de una vida eterna mejor que tenían entonces los millones de habitantes del pequeño mundo de la alta Edad Media. El catolicismo se propagó sobre todo por Europa, los bárbaros que invadieron Roma adoptaron las creencias del pueblo romano, los visigodos de Toledo, los irreductibles galos de la mano de merovingios, mayordomos y carolingios; los pueblos francos y germánicos allende los Alpes, a ambos lados del Rin, todos, cual más cual menos, hicieron suya con el correspondiente manual de estilo la nueva religión oficial de la mano del rey de turno velando por el poder terrenal a sangre y espada, mientras que el papa lo hacía a su vez por el celeste, muchas veces también a sangre y espada, como formidable transacción política que garantizara el paraíso en la tierra y en el cielo, al menos para la jerarquía, los reyes, los sacerdotes y los nobles.

Mezclaron sus propias creencias con las cristianas que venían pavimentadas con una serie de elementos de los antiguos paganismos: el Mesías nacido de una virgen; las fechas agrícolas de las cosechas y los solsticios, asociados a la vida cristiana; el diluvio universal que purifica el mundo de los pecadores; la numerología lunar como se ve en las primeras sagas medievales que mezclan lo humano y lo divino en un vaivén propio de las leyendas de Gilgamesh; las sagas artúricas, la mitología celta, los dramas wagnerianos, las historias de Narnia e, incluso, en las entretenidas novelas de Harry Potter o Dan Brown.

Semana Santa

La tradición y los textos neotestamentarios dicen que Jesús entró a Jerusalén el mismo día en el que hoy los cristianos celebran el domingo de Ramos (domingo pasado), podemos ver vendedores ambulantes con ramitos de hojas y juncos amarrados como guirnaldas a las afueras de las iglesias, justo en fechas del Pésaj (la pascua judía), en que el pueblo judío recuerda su liberación de la esclavitud en Egipto. Era la misma semana que junto con el ingreso de Jesús en la ciudad, se conmemora su Última Cena (con la celebración simbólica de la misa), la noche del jueves santo; su detención por parte de la policía del Sanedrín; el juicio de Pilatos, la comparecencia ante Herodes y la complicidad del propio pueblo judío; el camino de su propio vía crucis humano y existencial; la crucifixión; y por cierto, sobre todo, la guinda de la torta: la Resurrección, como ideal fundacional para toda persona que viva los preceptos de la fe nicena, como piedra angular del catolicismo, como razón del por qué ser cristiano: la propia resurrección, la vida eterna, el paraíso como premio definitivo ante la incertidumbre de la muerte.

Sin entrar al fondo de que la historicidad de estos acontecimientos esté en duda, por decir lo menos, los confusos relatos existentes coinciden en que los hechos habrían ocurrido sobre los festejos del Pésaj, coincidentemente; recordándoles que la Sagrada Familia del Mesías, los apóstoles, Magdalena, y la mayoría de los personajes que aparecen narrados en los libros neotestamentarios, vivían precisamente los preceptos del judaísmo antiguo. Ninguno de ellos, valga precisar, habría sido cristiano. La superposición de ambas pascuas, la judía y la nicena, ameritaba intervenir el calendario de efemérides para que la celebración de la Semana Santa cristiana fuera en una fecha distinta a la de la pascua judía, tal como se hace hoy que se traslada un feriado a un lunes para jolgorio de los estudiantes, trabajadores y oficinistas, así, con cambiar a otra fecha la pascua nicena la conmemoración podía tener una identidad propia, un posicionamiento más nítido, posicionamiento tan necesario si se trataba precisamente de instalar una nueva religión, distinguible para los fieles de otras creencias, que por muy parecidas que fueran, eran distintas.

El domingo siguiente después de la primera luna llena sería el día de la Resurrección, y contando para atrás, la cuaresma, cuarenta días y cuarenta noches, como los días del diluvio bíblico precristiano, los días que Moisés estuvo en Sinaí, los años de travesía de los judíos por el desierto, la cantidad de azotes que obligaba la ley darle a un criminal, etcétera, como plazo de días para la expiación; sábado santo, viernes de la pasión; la cuaresma de abstinencia y ayuno; el miércoles de ceniza, el carnaval. En Río de Janeiro, Nueva Orleans con su Mardi Gras, en Venecia y el Altiplano, los pueblos quemando los últimos cartuchos, con música y baile en un gran desenfreno fiestero y sexual, justo antes de los cuarenta días de recogimiento espiritual. Todos instaurados por decreto por una mayoría de obispos en el templo de la santa Sabiduría en Nicea, actual Iznik, cerca de Constantinopla.

Es fácil adivinar que mucho de lo que ya se hacía en el Pésaj antiguo quedó indexado en la nueva religión, al menos así quedaba establecido en el encuentro niceno. “Pascua” significa “paso”, el paso de un estado a otro; en ese paso que judíos y cristianos celebraban cosas distintas, aluden del mismo modo, en forma casi idéntica, a la abstinencia y al ayuno, por lo que había que buscar nueva fecha aunque quedaran indeleblemente algunos rasgos de la pascua como por ejemplo dejar de comer algunos alimentos. Lo del pescado, surge erróneamente de un supuesto consejo que hiciera Jesús a uno de sus apóstoles respecto a lo que podían comer en la pascua judía, y que ante la falta de otra comida que fuera carne, díjole al apóstol que “ahí está el lago y abundan los peces”.

¿Cuál abstinencia?

Tradición que más allá de sus simbolismos de ayuno y abstinencia resultan inútiles hoy cuando al ver que el kilo de reineta, de camarones y productos del mar son más caros que el pollo y el huachalomo. El absurdo además hace que la gente, si verdaderamente sigue a pie juntillas las indicaciones del precepto católico, se tenga que volcar a las caletas y a los terminales pesqueros para pagar cualquier precio por productos que si bien son caros todo el año, lo son más en estas épocas de inflación. Por lo demás, la verdadera abstinencia como correctamente dicta la norma canónica establecida en Nicea, podría ser alimentarse perfectamente con un sabroso y modesto arroz con huevo o un discreto plato de tallarines con mantequilla, como demostración infalible y coherente de la fe arraigada en el espíritu popular más profundo.

Pero eso a nadie importa, sólo a los fiscalizadores de salud y a los funcionarios del ministerio de transporte que esperan ansiosos estas fechas para hacer puntos de prensa en ferias y terminales de buses, para decirnos una vez más lo que todos sabemos de los pescados frescos y de los buses pirata.

Sin embargo, como a todo ritual, hay que saber darle sentido y razón, escudriñar en la historia antigua los significados más profundos para pavimentar una ideología de fe con claros propósitos políticos, propósitos que de a poco la Iglesia universal los ha ido remplazando por su propio ensimismamiento doctrinario, donde van precisamente perdiendo sentido los rituales que al menos, en una época de mayor oscurantismo e ignorancia, quisieron representar una serie de valores relacionados con el descubrir (se) frente a un mundo nuevo donde el perdón, la misericordia, la bondad y el amor son virtudes necesarias para amalgamar una sociedad en la que reinaba la violencia y la guerra, el egoísmo y la incomprensión, el abuso y la miseria, porque claramente esa gente, la que cree, a la que el estado le puso días para conmemorar su propia fe, mayoritariamente hoy está más preocupada de los huevitos de chocolates, la compra de mariscos y de aprovechar el fin de semana largo para arrancarse a la playa, lo que está muy bien, pero si donde se subraya el doble estándar de una sociedad que por un lado dice proteger el dogma cristiano y por otro su vida de ritualidad licenciosa.

¿Por qué no damos en forma definitiva el espacio que le corresponde a la religión en los asuntos de un país, es decir que esta sea producto del ejercicio individual de sus adeptos y la sacamos de los hitos públicos? ¿Trasparentemos los feriados?

Mantengámoslos en pos del descanso y la promoción de la industria del turismo, pero desprovistos de una connotación religiosa, que ni los propios religiosos respetan.

Sabemos que la religión pierde cada día millones de adeptos, sobre todo en los países más cultos y desarrollados, es cuestión de ver las propias cifras de la Iglesia, en los países más avanzados la fe pierde terreno a pasos agigantados. ¿Dónde crece? En los países más pobres; en aquellos la promesa de la vida eterna o de un Dios padre bueno que los proteja es un bálsamo para quienes en vida tienen poco o no tienen nada, un placebo para tantos que sufren en la América Latina profunda o en África. Por eso somos testigos a veces del silencio cómplice de la jerarquía hacia gurúes, espiritistas, charlatanes y sanadores que seducen a los más humildes con milagros y ungüentos.

Vemos con esperanza que las nuevas generaciones, no sólo se alejen de la Iglesia en tanto construcción mítica de las respuestas de la existencia, sino también lo hagan del significado profano que supone la misma tradición ritualista.

Ya es inútil la formación doctrinaria, no permean las creencias que por siglos se les inculcó a los niños, que dócilmente tenían que creer los mitos cristianos que les enseñaron sus padres desde la cuna y luego la escuela, e incluso el estado que insiste en pleno s. XXI en tener en el currículum de las escuelas públicas clases de religión a cargo, como no, de teólogos y profesiones de religión interesados y militantes.

Nuevos tiempos

Pese a ello, se impone una tradición laica en nuestra sociedad, en buena hora. En forma lenta pero decisiva, nuevas generaciones de jóvenes librepensadores comienzan a ocupar los espacios de la vida pública, personas que no necesitan ni la creencia en un Dios para hacer el bien o para distinguir lo correcto de lo incorrecto ni menos en el garrote del infierno como advertencia de una mala acción ni la promesa de la vida eterna como premio para un actuar ético.

Los valores humanistas de la solidaridad, el respeto y la caridad, o la construcción de una sociedad más justa, libre y fraterna, no pasan por la norma de ningún concilio ni el rayado de cancha de ninguna Iglesia ni menos por el designio de un Dios que no da cuenta ni de dónde venimos ni quienes somos ni menos a dónde vamos, entonces podremos celebrar a la gente en su esfuerzo diario por vivir y ser mejor, en vez de golpearnos el pecho frente a un ícono policromado de un hombre crucificado; celebrar a quienes aman, tengan las creencias que tengan, porque entiendo que si alguna vez hubo un profeta en las antiguas tierras de Judea, nos habría pedido amarnos los unos con los otros, y no mucho más; una idea que entonces pudo ser original, pero que hoy es un mandato universal para los pueblos, por el uso de la razón, para las personas de buena voluntad que saben que el mundo se nos abre desde la conciencia, de la libertad y desde las verdades que cada uno ha podido conquistar.

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El Periodista