El Sísifo chileno: la justicia social como una batalla interminable
Por Miguel Reyes Almarza, Periodista e investigador en pensamiento crítico.
En la mitología griega, Sísifo fue castigado y condenado a repetir eternamente la tarea de empujar una roca cuesta arriba, solo para verla rodar de regreso cuando estaba a punto de alcanzar la cima. Este mito ancestral parece reflejar sorprendentemente la situación política actual de Chile desde aquel lejano e incierto regreso a la democracia.
El panorama político y social chileno se asemeja a la lucha sin fin de Sísifo. Cada progreso parece seguido por un retroceso, una secuencia interminable de esfuerzos que, a pesar de las promesas, culminan en desilusión. La transición democrática, iniciada tras la dictadura, nunca logró consolidarse plenamente. A pesar de las reformas, la desigualdad enraizada en los años 80 se ha profundizado aún más. Hoy, las demandas ciudadanas de cambios profundos, manifestadas en masivas protestas -las más significativas en la historia del país- se han convertido en una carga pesada que la clase política parece no comprender o, peor aún, ignorar, mostrando su incapacidad para encontrar una solución satisfactoria.
La imagen de Sísifo se refleja en los esfuerzos de diversos sectores de la sociedad chilena -ajenos a la política colectivista- por lograr acuerdos, reformas y cambios sustanciales en un país que, aunque admirado por los economistas, exhibe una desigualdad social vergonzosa, ocupando el sexto lugar en América Latina y el 14 en el mundo. Cada intento por avanzar hacia una sociedad más justa se enfrenta a obstáculos institucionales, conflictos partidistas y una resistencia arraigada en ciertos grupos de poder, que han mantenido su control, no solo en la esfera política, sino también en los medios de comunicación y de ahí a la opinión pública.
Las similitudes no terminan ahí. Así como Sísifo veía caer la roca una y otra vez, los chilenos de a pie, aquellos que no gozan de privilegios ni beneficios estatales –“no raspan la olla”- han sido testigos de cómo las reformas destinadas a abordar profundas desigualdades terminan siendo rechazadas o diluidas en un proceso político estancado en viejos patrones institucionales, al parecer, no invertir en educación, vivienda y salud, ha sido un negocio rentable para algunos. En muchas ocasiones, este estancamiento ha contado incluso con la aprobación de quienes, por su posición en el espectro político, deberían solidarizarse más con las necesidades de la ciudadanía. La fe, por su parte y como ha sido costumbre, ha mantenido un silencio cómplice, a menudo mostrando solidaridad con un paradigma impugnado, uno que conocen bien y dudan en abandonar.
Un ejemplo palpable de este ciclo frustrante ha sido el fracaso en el intento de cambio constitucional. A pesar de las movilizaciones masivas y la esperanza depositada por la ciudadanía en una nueva carta magna, estratagemas de ciertos grupos políticos no solo han obstaculizado un avance significativo, sino que han propagado la posverdad y fake news que han bloqueado, desde el agotamiento, el derecho a la información y el debate crítico, generando una sensación ambiente de hastío y nostalgia culposa de un país autoproclamado «la copia feliz del Edén». Para otros, los menos, el cambio constitucional no solo se ha desviado de sus objetivos originales, sino que ha reforzado el modelo que infructuosamente intentó derrotar desde el caso que toda crisis paradigmática convoca.
No obstante, como en toda tragedia, existe una tensión latente que podría incluso evocar el espíritu del «Octubre» que en 2019 perturbó a ciertos sectores. A pesar de las similitudes con la historia de Sísifo, cada vez más voces exigen un cambio real y sostenible. Movimientos ciudadanos reivindicatorios y una generación que no se conforma con el statu quo, infesto de corrupción y falta de representatividad, desafían la inercia política, buscando transformar la realidad hacia una más inclusiva y justa.
Aunque la analogía con Sísifo parece reflejar la aparente futilidad de los esfuerzos de la sociedad chilena, es crucial recordar que la realidad política no está condenada a repetirse indefinidamente, pudiendo aprender -al menos- de tanto intento fallido. La voluntad conectiva y la persistencia en la búsqueda de cambios pueden eventualmente superar los obstáculos actuales, en un proceso resiliente y recursivo, tal como sostenía Humberto Maturana, llevando a Chile hacia un futuro donde la roca, finalmente, alcance la cima y permanezca allí.
Quizás, esa escultura que coronó brevemente la plaza Baquedano tras las elecciones del domingo pasado, un “Ouroboros”, serpiente que se devora a sí misma para renacer en un ciclo eterno esboce una relación más optimista con el proceso que nuestro Sísifo. Mientras la mentada culebra (que emulaba la forma de nuestro país) se centra en la idea de un ciclo perpetuo y autosostenible, en la historia de Sísifo destaca la lucha constante y sin fin, mostrando la frustración de los esfuerzos humanos frente a un resultado inalcanzable.
El desafío radica entonces en transformar la lucha interminable a una narrativa de inclusión constante, donde los esfuerzos y anhelos de la sociedad confluyan en la construcción de un país más justo y próspero para todos, sin la influencia de expertos de formación cuestionable ni personas designadas “a dedo” en la redacción de los grandes acuerdos. El mito de Sísifo puede ser una advertencia, pero también una inspiración para recordar que la persistencia y la determinación pueden ser las herramientas que finalmente liberen a Chile de su eterna condena.