El Conde: el vampirismo como técnica, no como género
Por Miguel Reyes Almarza, periodista e investigador en pensamiento crítico.
★★☆☆☆ (2 sobre 5)
Eufemismo. Del lat. euphemismus, y este del gr. εὐφημισμός euphēmismós. 1. m. Manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante.
Sin duda uno de los estrenos más esperados de septiembre y, por qué no decirlo, con un timing (im)perfecto para coincidir con apenas 4 días de diferencia con los 50 años del golpe militar; producida por Fábula y dirigida por Pablo Larraín -nominado al Óscar (2013) por “No”- y a estas alturas una especie de Rey Midas del espectáculo- cuenta la historia, con pretensión satírica, pero en el fondo apenas condescendiente con la parodia, del dictador Augusto Pinochet, en la forma de un vampiro que sobrevive un cuarto de milenio con el deseo agotador de enfrentar su propia muerte.
Una especie de ucronía fantástica que narra, con el timbre de voz ineludible de la ex primer ministro británica Margaret Thatcher, la historia del dictador luego de fingir su muerte para alejarse de la civilización, para constatar con espanto que ha caído en deshonra y que, tras su disfuncional relación familiar, anhela la muerte para aliviar tanta ignominia.
El filme tiene dos análisis claramente marcados. Desde lo técnico, que es donde aparecen los highlights propios de un perito cineasta, Larraín expresa con maestría el arte de la dirección, el montaje y la fotografía, las locaciones obtenidas en la Región de Magallanes y la Antártica chilena son el complemento perfecto de aquella pesadumbre, de aquel tono de miseria humana, que se desarrollará durante toda la película; enormes parajes fríos y desolados que darían cuenta de ese aislamiento ingrato de quién se autodenominó alguna vez el salvador de su país. El blanco y negro, como expresión de alteridad y en una escala de grises perfectamente trabajada, aumenta esa atmósfera de ambigüedad donde la realidad y la ficción pueden convivir sin hacerse daño. El sonido incidental, desde el silencio profundo hasta el susurro del viento, definen de forma dramática las emociones de cada uno de los personajes y ayuda a circunscribir la historia a los estados de ánimo allí propuestos. Una clase de cinematografía.
Sin embargo, el cine debería ser “algo” más que filmar bien. Es la forma en que aquellos que tienen el privilegio de contar historias, esgrimen también su perspectiva de lo sucedido. Es aquí donde todo se confunde. Y es quizás la marca indeleble de los hermanos Larraín en sus producciones cinematográficas y para la televisión -con escasas excepciones- transita inevitablemente sobre la atenuación constante bajo la justificación de darle “otra mirada” a los fenómenos. Y están en su derecho. No obstante, ante la forma en que las audiencias de hoy se enfrentan a la industria cinematográfica, el juego de insinuaciones reduce un importante material fílmico a la expresión paródica de lo real, porque sátira no es, no hay intención argumentativa de sostener, desde el humor negro, una perspectiva limpia y clara acerca de una idea o perspectiva a señalar; por el contrario, se queda en una burla que termina adelgazando la maldad del personaje histórico al punto de hacerlo cercano y empático, diluyendo el horror de su existencia a una especie de figura triste, víctima de la circunstancia y por tanto digno de misericordia. Por otro lado, desde ese perfil humano, se exacerba también la fantasía, un componente tan preciado de aquello que perfectamente puede ser parte de una inocente fiesta de Halloween, su condición de vampiro. Género amado por las grandes audiencias que se sobrepone a la realidad gracias a lo imperecedero de su atractivo. Pinochet vampiro es tan detestable/deseable como cualquier otro villano vampírico y desde allí, a construir la caricatura de un “superstar” solo hay un paso, que se mueve entre la desidia que provoca conocer la historia y las ganas ¡y el derecho! de los telespectadores de pasar un buen rato para olvidar “tanto problema con los 50 años”, sobre todo cuando hay cosas “más importantes en que pensar en este país”.
Si el objetivo era contar la historia desde un acercamiento más reflexivo, no lo logra, la forma se come al contenido y acaba con una especie de chiste mal contado, de un guion flojo y por muchos momentos de escasa cohesión, al filo de lo gratuito. Un cúmulo de datos para la reflexión que pasan desapercibidos por la expresión del tipo “comic” de cada uno de sus personajes.
No obstante, es aquí donde se logra uno de los grandes aciertos de la película, la selección de un elenco para la alfombra roja. Encabezado por la demasiado entrañable interpretación de Pinochet ejecutada por Jaime Vadell, auxiliado por otro militar caído en desgracia, Forydor Krassnoff (émulo del militar y criminal de lesa humanidad, Miguel Krassnoff) encarnado por el incombustible Alfredo Castro, una especie de mayordomo al mejor estilo de “Alfred” en Batman, más la figura quizás mejor definida de esta tríada de maldad, Lucía Hiriart, en la actuación de Gloria Münchmeyer, experta villana de cine y televisión, como la instigadora -y eventual autora intelectual de tanta ignominia- de todo crimen y arrebato en contra de la humanidad. La paradoja surge en como una historia ridícula, de poco aprecio, puede estar tan bien actuada.
Con todo, es probable que estemos frente a un nuevo género de cine, no precisamente el de vampiros, sino el “cine vampiro”, aquel que divierte sin alma alardeando poseerla, aquel que parece molestar, no obstante, solo proporciona emociones llanas, aquel que usa el eufemismo como arma de ocultamiento porque, o no ve la realidad en que se inserta o definitivamente se niega a hacerlo, hurgueteando los rincones de la fantasía básica, efectista y de vida eterna en los circuitos del mainstream.
Disponible en Netflix.