Oppenheimer: la altura moral de Christopher Nolan
Por Miguel Reyes Almarza, Periodista e investigador en pensamiento crítico.
★★★★☆ (4 sobre 5)
No es para nada exagerado pensar que, luego de Oppenheimer, asistimos al mejor momento creativo de Christopher Nolan. El pináculo de una carrera que supera ya las dos décadas en el sétimo arte y que hoy se traduce en una clase magistral de cinematografía. El tiempo y la fuerza de las emociones, jamás han sido mejor tratadas en un filme.
Y es que incluso la épica historia del gran físico teórico J. Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, el director del proyecto Manhattan, quien definiera en primera instancia las características de las estrellas de neutrones y los agujeros negros, se vuelve apenas un sustrato solidario de ese todavía más enorme y generosa expresión de su técnica cinematográfica, su estilo personal e indeleble que lo hace un maestro a la hora de viajar por todas y cada una de las coordenadas temporales que rigen el espacio tiempo y donde quizás, sin quererlo, juega a los dados como el mismísimo “destructor de mundos”, descripción auto inferida, que el otrora profesor de Berkeley utilizaba para referirse a sí mismo, parafraseando el sagrado Bhagavad-gītā.
Nolan es capaz de sacar lo mejor de sus obras anteriores para compilar en un solo filme la artesanía audiovisual que lo hace uno de los mejores directores y escritores del siglo XXI. Memento (2000) e Interstellar (2014) son la fuente del espacio fílmico que se logra enredando y desenrollando a placer el presente, el pasado y el futuro, dejando un camino de migas en el viraje del color que indica donde estamos -o donde creemos que estamos-, efecto que se complementa con la subjetividad de sus planos, que nos permiten profundizar en las emociones hasta el punto de fundirnos con la angustia de sus personajes.
Sin embargo, es de Inception (2010) la monumental película que acuñó 8 nominaciones y 4 premios Óscar, desde donde el mismo Nolan sugiere ciertas coincidencias, ya sea en el vertiginoso espacio mental de sus protagonistas, como en esa ambigüedad pasmosa de sus epílogos. Todo aquello que lo llevó hasta este momento en que las cosas, al otro lado del lente, aparecen tal cual las pensó.
El reparto de primer nivel no deja ningún espacio a la duda, Gary Oldman, Matt Damon, Robert Downey Jr., Emily Blunt y el muy querido Ramy Malek, son juntos el mejor casting de lo que va del año, mención aparte es el papel protagónico del irlandés Cillian Murphy (Peaky Blinders 2013-2022) -como Oppenheimer- que genera cierta tensión. Y no es que lo haga mal, por el contrario, debe ser uno de los mejores actores del momento, el caso es que lo volvemos a ver en una faceta de control -en tanto poder y emociones- una especie de reserva emocional exclusiva de aquellos que están por sobre el resto del mundo, ya sea por su saber, por su locura o sus habilidades, sello personal de la mayoría de las interpretaciones de Murphy. No obstante, y revisando imágenes de archivo del mismísimo Oppenheimer, podemos evidenciar, sin forzar la inferencia, cierta similitud con el actor, sobre todo en su temperamento flemático y lo profundo de su mirada, elementos que pudieron incidir en su designación.
Desde la retórica visual hay dos metonimias trabajadas en perfecto equilibrio. Por un lado, la esposa del protagonista, Katherine (Emily Blunt), quien evoca la rutina, pero también lo estable, la familia, los hijos, la sociedad en su conjunto, su cable a tierra y todo aquello por lo cual vale la pena seguir luchando. Por otra parte, Jean Tatlock (Florence Pugh) amada y amante del científico, quien – polémica mediante que involucra escenas de sexo matizadas con versos sagrados del hinduismo- se convierte en el símbolo del deseo incontrolable, la libertad y los paradigmas utópicos, esos que tarde o temprano se consumen en su propia llama. En una sociedad donde el orden lo es todo, cualquier expresión del instinto está destinada irremediablemente a morir.
Para el final, un epílogo monstruoso, Nolan, en consecuencia, mirando desde lo alto e instándonos a enmendar el rumbo que como sociedad insistimos en recorrer, un espacio de reflexión destinado a aquello que nadie quiere ver. Mientras el mundo cierra los ojos a la invasión rusa en Ucrania, casi extinta en la agenda mediática, el director, desde su trinchera, intenta hacernos reaccionar en apenas 180 minutos sobre el destino de nuestro planeta, trayendo el pasado al presente con la intención de anticipar el futuro. Como siempre, es el cine el que intenta dar cuenta de lo urgente mientras los medios y otros poderes nos adormecen con lo deseable.
Un gran gesto del realizador británico que, difícilmente y para pesar de muchos, superará la precisión visual de este, su más exquisito trabajo.
Disponible en todos los cines.