El Estado subsidiario fomenta la corrupción

Por Carlos Antonio Vergara, abogado y periodista.

 

Terminar con la corruptela de las llamadas fundaciones “sin fines de lucro” a las cuales se le delegan funciones públicas es un imperativo ético.

Mucho se habla en estos días apropósito del escándalo de corrupción de la fundación Democracia Viva. Sobran columnas de opinión, entrevistas, juicios públicos y emplazamientos.

Sin embargo, estos comentaristas y profesores de ética improvisados, algunos por desidia intelectual o porque están de acuerdo con el sistema imperante y otros simplemente de pacotilla, no reparan o no quieren mirar uno de los factores del origen del problema que fomenta esta corruptela desde hace décadas: el Estado subsidiario, la jibarización de la función pública.

Respecto a lo anterior, hay que recordarle, sobre todo a las nuevas generaciones que durante la dictadura conformada por civiles y militares se decidió a fuego y metralla y sin preguntarle a nadie que el Estado chileno sería mínimo. Por decisión, de la oligarquía financiera y empresarial el Estado se redujo al máximo. Esa sería la estructura institucional que se refrendó fraudulentamente en un plebiscito sin padrón electoral y diseñada por economistas extremistas neoliberales.

Así, numerosas actividades que debieran ser competencia de ministerios son encomendados a fundaciones y corporaciones. Ese el fondo del asunto. Así, han proliferado entidades que realizan labores que debieran ser competencia del gobierno. Enfrentar la complejidad del surgimiento de campamentos, por ejemplo, debiera ser resorte en su totalidad de los ministerios competentes.

Estos organismos públicos debieran actuar con recursos y funcionarios adscritos al estatuto administrativo y no encomendarlo a organismos privados con dineros de todos los chilenos, pues la rigurosidad del gasto allí se puede perder, esfumar, a pesar de que algunos actúan con probidad y transparencia.

Además, dichas corporaciones y fundaciones privadas, tienen poco control y fiscalización y son feudos de partidos, grupos e incluso sectas religiosas extremistas. Cada una de ellas, dicho sea de paso, aprovecha para hacer proselitismo. Un verdadero manjar.

Lo anterior no quiere decir que es deber del Estado fomentar las asociaciones, las organizaciones sociales de la sociedad civil.

Esta situación, la del Estado subsidiario, está consagrada en la Constitución Política del Estado. El ejemplo más nítido es el artículo 21, inciso que impide que el Estado cree empresas o entidades destinadas al bien común si no es con una ley de quórum calificado, como por ejemplo, podrían serlo instituciones destinadas a la extrema pobreza surgidas durante los últimos años con la reaparición de campamentos, las poblaciones callampas.

Quienes pegan el grito en el cielo por la vergonzosa situación producida en Antofagasta se limitan a señalar con el dedo a quienes infringieron normas de ética política y probidad y no apuntan al fondo.

El actual sistema neoliberal de un Estado mínimo que delega sus funciones esenciales a privados permitirá que la corrupción se eternice, se hará endémica y transitará como lo ha hecho hasta ahora por el centro, la derecha, la izquierda y ahora a la extrema derecha que se soba las manos con lo que sucede.

De una vez por todas y, aprovechando el momento del proceso constitucional se debiera dotar al Estado de las herramientas y recursos institucionales para que intervenga en todos los asuntos delicados y sensibles de nuestra sociedad y terminar con el Estado mínimo, como en los países más desarrollados de la OCDE a la cual pertenecemos.

Terminar con la corruptela de delegar a privados funciones públicas es un imperativo ético.

Asimismo, alguien debiera decir las cosas por su nombre: no necesitamos profesores de moral de dudosa reputación, menos aquellos que han usufructuado del sistema durante décadas.

A pesar de todo, ha surgido una pequeña luz de esperanza. Por primera vez, un partido político se querellará contra sus propios miembros. Es de esperar que se llegue hasta el final.

 

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El Periodista