Se estaba en una vereda o en otra. No había espacio para ambigüedades. Tejimos redes cómplices, solidarias, intentamos derribar muros de sospecha, tender puentes de confianza. Con el miedo pegado a la piel y a la memoria, la vista y la mente puestas en el afán de sobrevivir, de hablar por los que no tenían voz, los que corrían peligro, los llamados enemigos de la patria, los terroristas, los extremistas, los marginados, los olvidados, los de segunda y tercera clase. Basura. Cáncer marxista. La vida de los otros fue siempre más importante y la nuestra, cada vez menos.
Así se nos fueron 17 años, en permanente emergencia, bajo estado de sitio, bajo estado de perturbación de la paz interior, bajo la retórica militar que pretendía disfrazar la barbarie de una dictadura que no dio tregua.
Con su mal aliento, la muerte agazapada, lista, siempre lista para caer encima sin aviso.
Como periodista en dictadura, como reportera y redactora de derechos humanos de la revista HOY, conté -durante muchos años- todas las pesadillas (las imaginables y las otras), con el máximo de detalles que permitía la férrea censura. Nunca hubo una semana en que faltara alguna. Durante años denunciamos las sucesivas y permanentes violaciones a los derechos humanos en Chile: los detenidos desaparecidos; los campesinos enterrados vivos en los hornos de Lonquén; mis compañeros de banco, Eduardo Jara y Cecilia Alzamora, secuestrados, de la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica. Pobladores allanados, sacados de sus casas en la madrugada, semidesnudos, acorralados como ganado en una cancha de fútbol, trabajadores despedidos; profesores, mujeres, dirigentes sindicales y profesionales relegados a zonas inhóspitas de Chile; incomunicados sin explicación alguna, torturados en centros clandestinos, estudiantes reprimidos en las protestas, encarcelados.
Hicimos resistencia con la palabra. Ella fue nuestra espada gloriosa, la que nunca abandonamos y nunca nos defraudó. Con ella nos batimos a duelo, una y otra vez, tras la verdad, la justicia y, naturalmente, la recuperación de la democracia. Comenzaron como anhelos y se transformaron en obsesiones que nos quitaron el sueño y la paz.
Aprendimos a escribir entre líneas, a avisar con la mirada, a proteger con el silencio. Poco a poco, fuimos recuperando la fe en el poder de la esperanza y la esperanza de poder. Con el miedo, siempre con el miedo, que se deslizaba silencioso en un hilo fino de sudor por el cuello.
Suma y sigue. Los jóvenes quemados; la mujer dinamitada; los torturados; los exiliados; los secuestrados, los tres comunistas degollados; Sebastián Acevedo, el padre que se inmoló, desesperado, porque sus hijos estaban en poder de la DINA, en Concepción, André Jarlán, el sacerdote francés que recibió una bala loca en la cabeza, quizás no tan loca, mientras leía la Biblia en su dormitorio de la población La Victoria de Santiago. Los que se quebraron bajo la tortura, los que no resistieron el peso de la vida y optaron por poner fin a todo.
Año tras año perseguimos sin tregua la anhelada justicia. Nos reunimos en manifestaciones en los tribunales y, ante la presencia amenazante de los gendarmes, rodeamos a esa mujer altiva de piel de mármol, con la vista vendada y el corazón frío. Solitaria, ubicada a los pies de una ancha y bella escalera, impasible, imperturbable. La acechamos, le lanzamos maldiciones, le rogamos como a esos santos mudos de los altares cristianos. Si hubiésemos podido, le habríamos prendido velas y prometido mandas. Contra todas las mareas, internas y externas, queríamos confiar en que algún día la balanza se equilibraría a favor nuestro, porque no todo estaba dicho ni hecho.
Nos mintieron, nos engañaron, nos amenazaron, nos prohibieron el duelo. Nos robaron el futuro y nos pisotearon el pasado. Pero no pudieron arrebatarnos nuestra dignidad y la de nuestros caídos. Esa es nuestra gran victoria, aunque sigamos colmados de ausencia y desolación.
Terminada la dictadura, nos pusimos a cazar palabras, las nuestras, las propias, amordazadas, abandonadas en el olvido, humilladas en la tortura o arrojadas al exilio. Nos propusimos encontrar nuestras voces, como si fuesen objetos perdidos en una guerra sin destino, como son todas las guerras. Añorábamos rescatar nuestra identidad como personas, primero, y como patria arrebatada, después. Nos sacudimos el terror al amanecer y durante muchas noches, en medio de la soledad y las sombras, enterramos el horror, la traición, el amor abortado, la familia que se hizo trizas, la derrota, la promesa rota.
Comenzamos a amasar la democracia. Al son de las palabras, con dedos torpes, más bien vacilantes. La fuimos armando como si se tratara de un enorme rompecabezas de miles de diminutas piezas en medio de un paisaje desconocido. Marcados por la urgencia, el anhelo profundo de dejar atrás los tiempos del cólera, de rescatar nuestras voces, aclarar la garganta, levantar la mano. Nos mirarnos al espejo, tanto tiempo empavonado. Y nos sorprendimos de estar vivos y, luego, abrazamos la memoria y la esperanza en sucesivos brindis. Con fuerza, con los
dientes apretados, como si se tratara de una tabla en pleno naufragio. Por si acaso, apagamos una vela como si bastara un soplo para borrar tanto horror.
Un día cualquiera, como son todos los días, nos atrevimos a levantar la vista hacia el cielo y la tibieza del sol acarició nuestras caras. Como una brisa suave, sentimos la fragancia del placer. Nos detuvimos para reanudar, para considerar, para echarnos a andar en busca de algo parecido al futuro. Paso a paso, debimos aprender de nuevo a vivir y convivir con una democracia frágil como una casa de naipes. Poco a poco, volvimos a mirarnos a los ojos, a andar por la vida de frente, no de perfil.
Fuimos muchos los que nos adentramos en las aguas de la literatura. Novelas, cuentos, obras de teatro, poesía, ensayos, lo que fuera. A tientas como en una pieza oscura. Aleteos tímidos al comienzo, textos robustos, contundentes, libres de autocensura, a medida que la democracia dejaba de ser una ilusión. Tropecé conmigo misma, mi mundo profundo de claros y oscuros. Las palabras fueron brotando como callampas en un bosque húmedo y cayeron como una cascada de agua fresca en las cuencas de mis manos.
En la boca quedaba el sabor dulce del amor, la amargura de la traición, el vacío de la pérdida, la ausencia y la distancia. Mi cuerpo comenzaba a recobrar la memoria. Con el tiempo dejé de mirar por encima del hombro cuando sentía cerca los pasos de alguien. Dejé de temblar cuando aparecía un furgón de carabineros o escuchaba sirenas y alarmas. Dejé de tensar la espalda cuando un taxi pasaba a mi lado y de mojar las sábanas en medio de pesadillas nocturnas.
Como hija de la palabra y el dolor, necesitaba escuchar mi voz. Fui lentamente quitándome las telarañas de silencio, de inercia, en la cual me sentí entrampada durante tanto tiempo. La samurai de la noticia abandonó la búsqueda de la verdad, las precisiones, las citas rigurosas, las fuentes confiables. Dejó caer su espada de acero y se sentó a la orilla del camino a descansar. Secó el sudor de su frente con la mano derecha, respiró profundo. Luego de un buen rato, emprendió la marcha sin prisa ni rumbo, pero con la certeza de haber hecho resistencia con la palabra.
Casi ningún lugar de la Tierra es seguro frente a la contaminación