Mucha agua ha corrido bajo los puentes de la política, pero las dos riberas continúan estando frente a frente. Si el país está dividido, no es por el proceso iniciado en octubre del 2019 ni su malograda prolongación constituyente, sino por las profundas desigualdades, que generan, desde hace más de una década, conflictos mayores. La nunca acabada transición terminó generando una elitocracia, fase degenerativa del sistema neoliberal servido por la democracia puramente representativa.
Eso quisimos cambiar. Pero el proceso constituyente falló, lo que nos ha sumergido en la estupefacción y la desesperanza, y ha dormido nuestra pasión por el futuro.
Ya se ha dicho mucho sobre las causas de este fracaso. Lo más importante es asumir que quienes queríamos cambiar profundamente el país (no es necesario poner nombres, como “refundación”) y aspirábamos a una sociedad más justa socialmente, ecológica, paritaria y más respetuosa de los derechos humanos, no lo logramos. No supimos convencer, eso es el fondo del asunto.
Ellos difundieron el terror, es verdad, y se sirvieron de la mentira; pero nosotros no supimos refutarlas. La Convención cometió errores y no supimos defenderla. Algunos hicieron el ridículo y no nos atrevimos a criticarlos, dejando la puerta abierta a la mofa, que por supuesto fue sobreexplotada. No pusimos ni la lucidez, ni la fuerza intelectual, ni los recursos pedagógicos que todo ello necesitaba. Y ello porque no veíamos que estábamos en un laberinto, ya extraviados entre la euforia de lo obtenible, la ebriedad de la sensación de poderlo todo; los «gustitos», de los cuales el más incomprensible (e innecesario) fue el Estado plurinacional. No hay que dejar de recordar este gran malentendido, puesto que la propuesta, que fue percibida como una constitución “indigenista”, fue rechazada en todas las comunas donde la población mapuche es mayoritaria. Cada cual deberá asumir sus responsabilidades en este inmenso error.
Así, sumando, lo grotesco de las objeciones de la derecha dura, el triunfalismo de quienes dudan poco, la soberbia de quienes nunca aprendieron a dialogar y eso en ambos lados, agravaron las cosas. Y la indiferencia convertida en mal humor de los millones de electores que acudieron obligados a votar, hizo el resto. Faltó lucidez para ver que el proceso se adentraba en callejones sin salida y eso sin tocar fundamentalmente al sistema neoliberal, a la democracia representativa (elitista) y al arcaico presidencialismo.
Luego, acusar al adversario de la adversidad o culpar al pueblo por su ignorancia, no está a la altura moral que nos atribuíamos. Una autocrítica profunda requiere serenidad y coraje, sino solo nos quedarán los caminos de la desesperanza y del resentimiento. Ahora hay que retomar las ideas, las prioridades y los temas de fondo. Pero, atención, sin miedo y sin renunciar. El fracaso nos dejó en una especie de sopor y pesimismo, y hemos dejado que la casta política retome totalmente las riendas. Eso debe terminarse.
Lo voy a desarrollar próximamente, pero quisiera enunciarlo desde ya, aunque pueda sorprender:
El peor error que podríamos hacer es pensar que la propuesta fue rechazada por que era muy radical y tragarnos el cuento del minimalismo constitucional o del «amarillismo».
La propuesta no era ni siquiera tan radical como el país en plena crisis necesitaba, pero una buena parte de la energía y del convencimiento se perdió por los asuntos simbólico-culturales, por no seguir diciendo los «gustitos». En lo importante: ecología, derechos sociales, democracia participativa, descentralización, educación, bienes comunes naturales, el proyecto era bastante equilibrado. Una propuesta que busque algo así como el término medio (imposible de encontrar) entre las posiciones, o producto de «expertos» (como si estos pudieran no ser políticos), no tiene ninguna posibilidad de entusiasmar a nadie aparte de la vieja casta de dirigentes de partidos, ni de mejorar nada; el término medio final que se obtendrá será algo entre este y la sociedad conservadora que el triunfalismo de la casta de partidos políticos prepara. Una versión, digamos, más «amarilla»… (¡como si la anterior hubiera sido roja! No hay que aceptar la dominación sobre el lenguaje de quienes quieren perpetuar la dominación sobre la sociedad), una versión «light», significaría llegar casi al mismo lugar de la Constitución de 1980-2005, es decir mucho ruido, gasto y fatiga por nada. Los únicos ganadores serían los políticos de siempre, que ya exultan. Una constitución «minimalista» es simplemente dejar el trabajo a la legislación regular, es decir a los diputados y senadores que ellos aspiran a ser o a seguir siendo.
Habrá entonces un nuevo proceso constitucional. Con mucha menos representatividad que el anterior y con muchas más trabas, con una hoja para nada en blanco. Una democracia que le teme al pueblo. Muy bien. Participemos, juguemos el juego, pero sin olvidar lo que tan rápidamente aprendimos en 2016 y en 2019: el gran ejercicio de conversación ciudadana en que consistieron los cabildos. Aprendimos a hablarnos y a generar inteligencia colectiva; no lo olvidemos. Quienquiera que sea candidato, al menos de quienes no hemos renunciado a cambiar las cosas, no deberá nunca dejar de consultar y discutir con las bases.
Nada está perdido. Nadie podía predecir el rechazo masivo del 4 de septiembre. Que nadie se arrogue ahora la victoria por anticipado del amarillismo y del conservadurismo. El futuro NO ESTÁ ESCRITO.
Salgamos del pantano con ideas, con la luz de la consciencia y lo más importante: no renunciar al deseo de transformación, único antídoto a la desesperanza. No olvidemos la promesa de cambio hacia una sociedad más justa que nos hicimos a nosotros mismos como pueblo.
Lo voy a repetir: necesitamos defender vigorosamente las ideas de una sociedad ecologista, de justicia social, de democracia participativa. Los “expertos”, empoderados por el reciente acuerdo, vendrán a decirnos que no se puede, que esto no se toca, que lo de aquí fue rechazado y que lo de acá es refundacional, que lo uno es extremo y lo otro imposible. Esto no es ninguna novedad, es el discurso del conservadurismo de siempre, cuya especialidad es la palabra imposible.
Defendamos nuestros ideales sin complejos. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará? Lo que queremos no es un texto un poco más elegante, que haga funcionar eficazmente los negocios de los propietarios de siempre y administre la desigualdad, dejando un máximo de margen de acción a la elitocracia, mientras continúa el abuso y la destrucción de la naturaleza. Lo que queremos es una sociedad de respeto y de cuidado de los seres humanos y vivientes, una patria ecológica y compartida, que sea digna del maravilloso territorio que nos ha tocado habitar, y que esté a la altura del reto planetario que la humanidad entera debe asumir.
Lo que necesitamos es nada menos que un nuevo, rápido y poderoso despertar de nuestro profundo deseo de futuro.
Un gran artículo este que acabo de leer. Un remedio para nuestros espíritus caídos.
Muchas gracias a El Periodista y al autor.
Muy buen artículo. Gracias !