Miedo, seudo intelectualismo y la Convención Constitucional
Por Miguel Reyes Almarza, periodista y académico investigador en pensamiento crítico.
Si hay un fantasma, un verdadero fantasma -me permito el oxímoron- que han echado a correr ciertos grupos de privilegios limitados (en tanto situación empresarial y cognitiva), es el miedo. El miedo al cambio, el miedo a todo lo que sea distinto, el miedo a todo aquello que cambie el perfecto ordenamiento del oasis sudamericano, el miedo a intentar siquiera en pensar en el otro como otro legítimo, el miedo a perder ese espacio heredado en el pináculo de la sociedad que para el resto sería resultante del mérito. Solo para el resto.
Ese miedo que emana de seudo eruditos y comerciantes -a saber, empresarios que no retornan capital más allá de sus propios bolsillos- quienes, en condición -nunca necesaria- de pensar con claridad, prefieren mantener el statu quo de aquellos vientos tan favorables donde el Estado, emulando la metáfora de la justicia, cubre sus ojos ante el juego parcial y muchas veces delictual del mercado. La idea -política y partidista- ante un apoyo popular desfavorable será no mover una sola pieza del ajedrez de la repartija fácil y la empatía ausente y así mantener al resto -adversarios, sucios, ignorantes e indignos- atados a la ilusión de un desarrollo que, cual mano invisible, se sigue sosteniendo en el histórico fracaso del chorreo, que no es más que la política de las sobras, de aquello que, por capacidad, no pueden acaparar.
Siempre ha existido un intelectualismo -al menos marcadamente desde el S.XIX en adelante- ya sea técnico o filosófico, que critica al poder de turno o que ofrece sus servicios al mejor postor ideológico y desde allí, como en toda ciencia, justifica mediante cierto “método” la prevalencia o no de dicho modelo. La mayoría de estos personajes se han vestido de “libertarios”, obviamente con interpretaciones laxas y acomodaticias acerca del término. Los primeros como Chomsky y su crítica al capitalismo, se hacen estáticos en la academia y repercuten débilmente en la agenda de medios, mientras los otros, mayoritarios, autoconvocados y muchas veces vestidos con los harapos de la locura (Kast, Parisi, Milei) condicionan, desde los medios de comunicación disponibles, a aquellos que no tienen la fuerza, ni la prerrogativa del pensar.
Es allí, donde, especulaciones más o menos, se fabrica el miedo, una especie de Frankenstein, construido con base en el desprecio, la mala voluntad y la alevosía. Cuando estamos ad portas de un cambio constitucional que implicaría, entre muchas otras cosas, la revisión del modelo imperante -salvaje e individualista- donde los políticos se sirven del Estado y este deja jugar sin contemplaciones, la voluntad de muchos cae presa de aquel comportamiento que congela y paraliza.
Sabemos que el miedo, como emoción básica y disposición fisiológica, es una respuesta activa de nuestro cerebro a una eventual amenaza o riesgo. En palabras simples, el miedo busca protegernos cotejando -en un espacio minúsculo de tiempo y ante una agresión inminente- información de nuestro entorno en relación con nuestros sentidos para así, en un acto de magia, anticipar y predecir la mejor alternativa posible ante tal adversidad. ¿Qué riesgo o amenaza mayor puede afectar a quienes “sobreviven” apenas en una sociedad desigual?
El miedo nos permite, por tanto, enfocarnos, a veces de forma obsesiva, en el estímulo amenazante. Allí, entre aquello que nos causa miedo y nosotros comienza una especie de danza -de retroceso y parálisis- donde difícilmente somos nosotros quienes tomamos las decisiones que tal situación amerita. ¿Por qué temer a una nueva forma de diálogo si este jamás existió antes? O mejor aún, ¿cuál es el razonamiento detrás del miedo a un documento que aún no está terminado? La premonición, herramienta de los oráculos, no opera en el mundo posmoderno fuera del engaño y la fe -quizás nunca estuvo tan lejos de aquello- por tanto, en la penosa disyuntiva entre lo razonable y lo probable, ¿por qué insistir en lo último? ¿Será que hasta se nos ha expropiado la voluntad de definir nuestro futuro? o ¿quizás nunca fuimos dueños de este?
Cada vez que caemos en el pánico de la anticipación pesimista ya otros han decidido por nosotros, hemos aceptado, sin duda alguna, que no tenemos fuerza para dar esta batalla, que somos irrelevantes e insuficientes ante esos otros que fabrican tal escenario a punta de confusión y luego se regocijan en él.
La Convención que se ocupa de la redacción de una nueva carta fundamental para Chile ha sido presa de innumerables fake news y mentiras llanas. Los bots -programas que simulan comportamiento humano- contratados para operar en su contra, ocupan cerca de dos tercios del espacio de debate público online según estadísticas recientes. Sumado a eso, los medios masivos, mayoritariamente depositarios del pensamiento conservador, plantean un escenario adverso sin precedentes para el trabajo de un grupo de representantes que, al parecer olvidaron convenientemente, fueron elegidos en un ejercicio democrático sin precedentes en nuestra historia.
El procedimiento -lógicamente pensado, recordemos que son “intelectuales”- ataca directamente donde la audiencia masiva responde automáticamente: el miedo a aquello que no se puede controlar. Basta unir un par de casos de delincuencia para construir un encuadre acerca de lo impresentable de nuestra situación país, luego del debilitamiento del comodín del terror mejor conocido como “Chilezuela”, la cobertura desmedida a las manifestaciones escasamente políticas y sobradas de lumpen en Plaza Dignidad ayudan a conformar un contexto “nacional” que intenta definir las necesidades del chileno promedio desde un par de cuadras en el centro de Santiago. A todo eso agréguele un par de imágenes de desacuerdos en la Convención (indumentaria mapuche y un convencional que engañó a la fe pública) y ya tenemos nuestro culpable. Si nos dejaron claro en la educación primaria y secundaria, luego de la dictadura, es que la discusión es mala y la reflexión es perversa, de allí todas las “necesarias” regulaciones penales para la reunión de personas y la censura a la información no filtrada por el poder.
Esta conducta nos persigue hasta el día de hoy, donde para la mayoría, debatir, enfrentarse por diferencias de opinión e incluso intentar esclarecer la realidad, serían gestos molestos e incluso peligrosos, de esos que hay que erradicar del comportamiento ejemplar. Lejos la mejor instrucción que nuestro modelo incluyó en las salas de clases y en el ideario colectivo se defendía desde un ¡Baja la voz! ¡No digas nada! ¡Déjalo así! ¡Ellos saben!
Al respecto, podemos hacernos la siguiente pregunta y reflexionar acerca de nuestros fundamentos, ¿cuándo fue la última vez que en los medios masivos se informó de algo meritorio logrado por la Convención con el mismo espacio y relevancia del caso Vade? ¿Cuándo fue la última vez que supo algo bueno del pueblo mapuche? o ¿cuándo fue la última vez que escuchó o vio una revisión importante acerca de los beneficios sociales que produce la visibilización y atención de las minorías?
En un mundo tan complejo resulta falacioso pensar en lo necesario de la satanización permanente acerca del ejercicio de los convencionales, es más, tal esfuerzo puede indicarnos, aplicando la sospecha, una tendencia más política que razonable, una campaña urdida solo para evitar aquello que demandó una sociedad entera tras el hastío y el dolor: cambiarlo todo.
La tarea, personal y social, será entonces sacudirse de ese miedo que no deja espacio a la reflexión, que se impone desde un status autocalificado como intelectual, que tiene la altura moral de determinar -a puerta cerrada- lo que es bueno y los que es malo y que solo busca evitar que los ciudadanos comunes entren en diálogo, que se pregunten acerca de la real afectación a sus vidas, que exijan sus derechos conforme a su participación como sujetos de derecho o, mejor aún, como personas dignas de construir su propio futuro y que piensen desde su propia experiencia, libres de temores, lo que es mejor para todos y cada uno. Recordemos que aquellos que sostienen el sistema a su imagen y semejanza también tienen miedo, por eso no operan desde la razón sino desde la coerción, argumentando falazmente desde la parálisis y el temor que les provoca la poderosa autodeterminación de la ciudadanía.