✩★★★★ (4 de 5)
Aunque parezca fuera de lugar -en tanto formato comentado- hablar de Bestia, cortometraje chileno nominado al Oscar 2022 en su categoría, el ruido que ha provocado su exhibición y posterior reconocimiento amerita, casi en un afán pedagógico y como establecimiento de principios, responder a ciertas preguntas fundamentales, pero no por eso menos vigentes.
¿A quién pertenece la historia? La falacia más recurrente en quienes temen la ponderación basada en diversos lenguajes y evaluaciones es la de la autoevidencia que busca y legitima como depositarios del sentido solo en aquellos cercanos al fenómeno, estudiosos profundos, investigadores oficiales los cuáles tienen el poder de negar y desbaratar cualquier opción de significado para aquellos -otros- que intentan representarla a la distancia.
Sabemos, también, que es imposible exigirle al arte una mirada ciclópea, de blanco y negro y afirmaciones universales, por tanto, entrar en la discusión acerca de lo exacto es tan estéril como antojadizo, las cosas son cuando se nombran y en tiempos de saturación audiovisual, relatos complejos y de gravedad forzada, no son un gran aporte cuando las generaciones y las maneras cambian con el paso el tiempo.
¿Podemos hablar de la tortura y la dictadura sin necesidad de documentalizar todo a la usanza de los setentas? Acá comienza el escozor de muchos. Al parecer la adustez sacrosanta es necesaria siempre para no dañar ni contaminar los juicios sobre el dolor, no obstante, así mismo es como pierden actualidad y se vuelven obsoletos, lejanos y desabridos y con ello, la historia, esa que se debe recuperar para no repetir, se pierden detrás de una expresión de abulia interminable solo apta para dinosaurios.
Estrenada en junio del año pasado y ovacionada en el Festival de Annency en Francia, Bestia, del realizador chileno Hugo Covarrubias, plantea, más allá del relato, el debate recurrente acerca de la forma, esa misma que, en otro contexto es parte de un discurso fascista y conservador -¡No es la forma!- ahora se posa en esta hermosa pieza de stop motion, de tan solo 15 minutos, para criticar lo mismo, pero desde veredas que debieran ser más solidarias.
De fotografía exquisita, guion correcto y una banda sonora de amalgama precisa, Bestia, basada en el libro de Nancy Guzmán (a quién los realizadores no mencionan), es el relato en clave actual de aquellos oscuros años de tortura en la dictadura militar chilena encarnado, esta vez, por la tristemente célebre Íngrid Olderök, exagente de la DINA mejor conocida como “la mujer de los perros” y personaje habitual de la propiedad de calle Irán 3037 en la comuna de Macul, centro de tortura que llevaba el ignominioso apelativo de “la venda sexy”.
Es allí donde la acción toma cuerpo en una composición preciosa de lugares y objetos fabricados artesanalmente que dan el contexto perfecto para el desarrollo expresivo de los muñecos, mezcla de telas y porcelanas, principalmente la torturadora y su perro, quienes contarán, en un silencio trabajado a la perfección, tan tristes sucesos.
Volvamos a la discusión menor, pero relevante, ¿es posible trasladar al espectador contemporáneo piezas de información tan sensible mediante muñecos? Mi respuesta es un rotundo sí, ya que la emoción y la razón se complementan sin anularse del todo. Si el medio es el mensaje, como repetía McLuhan, no importa el soporte, una idea bien argumentada es siempre una buena idea, así, muñecos o dibujos pueden, emotivamente ser más certeros que cualquier información dura basada en datos de pretensión exacta. ¿Es peligroso mezclar el lado humano de un criminal sin hacer apología de este? Por supuesto, detrás de aquel muñeco que representa a Íngrid Olderök, seguirá existiendo una criminal, rota o no, de personalidad limítrofe y otros tantos detalles que podrán explicar sus tendencias, pero jamás justificarlas.
Más importante, ¿es posible trasladar el mensaje de “la no impunidad” a quienes, temporal o políticamente están muy lejos de entender? Me la juego por un sí, pero esta vez me baso en la eficiente evolución del relato audiovisual, que, aunque se incline hacia una emotividad vinculante hacia la torturadora, no escatima en escenas donde cualquier atenuación de responsabilidades queda sometida por la horrible verdad de las violaciones a los Derechos Humanos.
Cualquier sensación de empatía para con la protagonista no será más que el reflejo de esa preciosa cualidad humana de protección, esa que ella nunca tuvo y que por ningún modo la exculpa de aquello que jamás debe repetirse en nuestro país ni en el mundo entero, no importa la forma en la que se cuente.
Reconocer aquello que nos hace humanos no es volver a torturar, es mantener la conciencia intacta.