Voto selfie: el triste arte de la simulación y del vacío

Por Miguel Reyes Almarza, periodista e investigador en pensamiento crítico.

Dentro de todas aquellas miradas posibles que sostiene el fenómeno posmoderno, la particular necesidad de ciertos grupos sociales, jóvenes y no tanto, de mantenerse activos en una suerte de opinión constante, carente de razonamiento y solo para sentirse parte de un sistema, se convierte en una conducta común y rara vez analizada.

Se habla, se comenta e incluso se dice pertenecer a cierta línea de pensamiento solo para no desaparecer del espacio de flujos, de la atención de los otros, para aparecer como una coordenada identificable dentro de tanta información relevante.

Desde allí, el pavor al silencio de redes lleva casi inevitablemente a tomar posiciones ideológicas -particularmente extremas- para “aparecer” como “alguien” visible y ruidoso en el discurso público.

Huestes cada vez más regulares formadas por personas comunes logran cierta notoriedad dentro de sus contactos apareciendo como depositarios de ideas que, en estricto rigor, podrían incluso mermar esa misma libertad que les permite decir cualquier cosa. Pero eso no lo saben, porque para saber se debe razonar y este ejercicio de aparecer – “ad sum ergo sum”- para existir, no incluye la necesidad imperiosa de la reflexión, por el contrario, se trata de un eterno mostrarse, de una especie de culto a la existencia por el mero acto de existir, que toma generalmente formas deleznables y peligrosas que sacuden a la sociedad debido a la gran atención que suscitan.

A saber, el fascismo -presente incluso en el programa de uno de los candidatos a la presidencia- como ideología política y cultural está muy lejos de un sano orden social y mucho más cerca de las campañas que sostienen la persecución política, el desprecio al desplazado y la subordinación de la mujer como un ente accesorio delimitado, por la religiosidad que lo sustenta, a parir y criar. No se trata entonces del fin de la delincuencia, cosa que el ciudadano de a pie -objeto de esta nota- premia incluso cuando no va más allá de una afirmación sin respaldo, sino de la imposición forzada de una sola imagen de mundo donde no hay perspectivas, donde no existe el otro. No se trata tampoco de proteger el empleo, sino de potenciar su precariedad como un atributo constante de superación, actitud que solo separa al verdadero empresario, con misión y reinversión de capital, de aquel que apenas cambia plata por plata y sobrevive bajo la ilusión de pertenecer a esa casta privilegiada de quienes movilizan el país.

No. Esa reflexión sobra y queda fuera del ejercicio placentero de mostrarse ario y puro, sin saber qué significa eso en el contexto histórico ni mucho menos la contradicción respecto de nuestra propia etnicidad; de señalarse liberal, pretendiendo que todo se regula desde nuestra propia voluntad y por arte de magia al resto le va bien; de considerarse superior, no obstante dependiente de una serie de apoyos de la sociedad y del Estado, e incluso de exhibirse como alguien digno de respeto, mientras sostiene que hay otros que son pobres porque quieren.

Y allí están, por miles en todo el espectro de redes, escasamente empáticos -excepto para sí mismos- manifestándose de forma presuntuosa sobre ideas y compromisos que no entienden y que los supera en tanto reflexión. Amplificando ideas antisociales que les sugieren cierto estatus, apenas caricaturesco, de los verdaderos y peligrosos depositarios de tal perspectiva. Participando del fenómeno eleccionario y votando con un fin eminentemente estético, mezquino, autorreferente, una “selfie” legal que los pone en “discusión”, no obstante, viven en carne propia la incapacidad sublime de ejecutar, al menos, una defensa razonable de cada una de sus afirmaciones.

No hay nada dentro del gesto, es un avatar, un sticker, una skin -piel- y sin embargo tiene la fuerza, que proporciona esa misma democracia que odian, para poder cambiar el curso de las cosas. Nunca sabrán por qué, tampoco les importa, mientras luzcan dignos y bien vestidos ante el comentario social que los ilusiona con blanquear sus almas -y sus pieles- y termina cuán Leviatán de Hobbes, con la aterradora sentencia: “homo homini lupus”.

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El Periodista