Migración: Lo que hemos recibido en herencia es la Tierra, no un país
El filósofo Daniel Ramírez nos recuerda en esta columna, a propósito de lo ocurrido en Iquique, que "ya Kant lo señalaba en el siglo XVIII: la tierra siendo redonda, los humanos no pueden seguir avanzando indefinidamente; tarde o temprano se encuentran con otros humanos. ¿Quién tiene derecho a vivir en tal parte y quién no?
Los acontecimientos de Iquique, que han chocado las sensibilidades, mucho más allá de nuestras fronteras, merecen ser tratados con altura de miras. No basta el repudio, aunque este, por supuesto, está totalmente justificado, el claro rechazo a la xenofobia ramplona y la violencia apatotada, rayana en el fascismo. Cuando los humanos se dan «el gustito» de atacar en grupo a más débiles, estamos en presencia de uno de los grados más infectos de la degradación moral, que combina mezquindad, indiferencia al sufrimiento, insensibilidad, egoísmo y más que nada cobardía.
Ya se ha dicho mucho que la causa es la ineptitud de la política migratoria del gobierno actual. Eso es verdad, particularmente en el caso de los venezolanos, porque el presidente se dio un lujo que nadie debería darse: utilizar con fines politiqueros y en busca de gloria personal la dramática crisis social, económica y democrática de Venezuela. Explotar el sufrimiento y la pobreza ajenos, son una falta mayor en una vida política.
Que no se piense, eso sí, que en Chile tenemos la exclusividad de la ignominia. En Francia, enormes campamentos de migrantes, que resistían al invierno en las costas del norte, a duras penas en delgadas carpas donadas por ONGs, han tenido el “honor” de la visita de sendos destacamentos de policías en medio de la noche, armados con cortadores y tijeras, rasgando las carpas, todo en plena lluvia. Ni siquiera la imaginación de un escritor como Stephen King hubiera inventado una escena de tal perversidad. Porque, claro, no hay ni baleados ni apaleados, no hay juicio ni investigación. Solo se convierte una ya dura y fría noche en un infierno para familias que ya vivían en gran fragilidad.
Pero nada debe relativizar la inhumanidad de los actos cometidos por una turba indolente, ni buscarles justificaciones. Incluso una marcha de protesta pacífica hubiera sido posible y comprensible, si las condiciones sanitarias y de vecindario de una ciudad, se degradan a la vista de todo el mundo. Algo hay que hacer, por supuesto. Pero siempre hay opciones antes del desalojo y la agresión.
Imaginemos un solo momento, una organización poblacional de base que se hubiera reunido con los inmigrantes para analizar juntos las posibilidades de la región, habitacionales, laborales, sanitarias, educativas, para ver qué se puede hacer y qué no se debe hacer; dónde instalarse, quienes, cuántos, quién ayuda a qué, a cambio de qué… Por supuesto, nada de eso sería fácil. Pero siempre hay personas valientes y generosas, espíritus equilibrados, criterios justos, corazones abiertos e imaginaciones fértiles para inventar posibilidades. Hay que darles una oportunidad. Agricultura, ecología, industria, artesanía, servicios, salud, educación, alimentación, construcción, arte; hay cientos de campos en los cuales se puede emplear la actividad humana.
Pero esto es solo un lado del asunto.
Cuando se dice que una ciudad, o una región o un país no pueden recibir más inmigrantes, en general es porque el espíritu que mencionamos en el párrafo anterior está ausente. Se reduce todo a un asunto de cifras, con una visión fija de las condiciones económicas y laborales de tal o cual lugar. Cuando no se imagina nada nuevo. Por supuesto, en un sistema estrecho de mentes y con leyes que no hacen más que proteger privilegios, y las estructuras actuales, no hay recursos. Por eso hay que liberar la creatividad en vez de encerrarse en el temor y la desconfianza.
Ocurre que estamos obligados a imaginar algo nuevo. Hay que decirlo: el mundo actual y futuro será, más que el del pasado, uno de migraciones. Eso no depende de nosotros, ni de un presidente, ni de una política. Es la era. Es el signo ‘epocal’ (lo que da el sentido de la época), que nos guste o no. Es el tiempo de la crisis climática global y la degradación ecológica global. El tiempo del neoliberalismo globalizado y brutal. Tiempo de pandemias y empobrecimiento, de extremismos y fanatismos, de hipocresía y competencia despiadada. Cada vez más personas estarán obligadas a buscar nuevos horizontes de vida en otras partes.
Y hay que decir también (lo que voy a afirmar ahora va a chocar a algunos, otros tildarán estas ideas de ingenuas o utópicas): En el mundo hay regiones inmensas que pueden acoger a millones de migrantes.
Y algunas de esas regiones están en nuestro país, como en casi la mayoría de las naciones del mundo. Cuando se viaja por Europa del Este, por ejemplo, Polonia, Hungría, Bulgaria, Macedonia, Serbia, hay regiones enteras con una densidad de población ínfima. Y estoy hablando de tierras fértiles. Curiosamente en muchos de esos países hay una política xenófoba. Incluso en un país bastante poblado como Francia las hay, se pueden hacer kilómetros por la Ardèche, les Cevennes, en los cuales hay de vez en cuando un pueblito minúsculo, entre colinas verdes.
El mundo tiene que cambiar. Está obligado.
Ya Kant lo señalaba en el siglo XVIII, la tierra siendo redonda, los humanos no pueden seguir avanzando indefinidamente; tarde o temprano se encuentran con otros humanos. ¿Quién tiene derecho a vivir en tal parte y quién no?
Ser dirá entonces ¿qué hacer? ¿abrir las fronteras? ¿el caos?
No, primero que nada abrir las fronteras no significa el caos. Las migraciones son, en inmensa mayoría locales, regionales. Decenas de millones de bangladesíes no llegarán al Uruguay, ni millones de somalíes a Panamá ni de afganos a Chile. En general van a los países vecinos. Si se contabiliza el número global de migrantes, África es el continente que más produce migrantes y es también el que más acoge: la gran mayoría permanece en África. Lo mismo ocurre en Asia. Que miles de venezolanos o haitianos lleguen a Chile no tiene nada de extraño, cuando se mira el resto del mundo.
Es verdad que hay países con altísima densidad de población y ciudades gigantescas, terriblemente saturadas y contaminadas (no es el caso de Iquique). Lamentablemente son los lugares que más atraen refugiados y migrantes, por la esperanza de encontrar trabajo.
Por ello el asunto de las poblaciones desplazadas, por una u otra razón, política, climática o económica (todas están ligadas), nos incumbe como especie humana; no como país o como programa electoral. Justamente, los países y quienes proponen programas electorales deberían observar y estudiar la realidad mundial, antes de repetir como loros lo que la gente quiere escuchar y vagas ideas sobre planificación, control, recursos, que serán algo así como una venda adhesiva aplicada a una grieta de terremoto en un muro.
Los seres humanos debemos desaprender la exclusividad, la propiedad sobre los territorios, los privilegios del que «estaba allí antes». Somos todos migrantes. Incluidos los pueblos originarios, que llegaron por estrecho de Behring hace decenas de miles de años. Luego llegaron otros. Los mapuche, por ejemplo, tienen una compleja historia de poblamientos, desplazamientos desde su origen, probablemente en la región andina del norte, incluyendo invasiones desde lo que aún no era Argentina. Para qué decir los incas y los españoles.
El estado actual del mundo ya no es el mismo. Pero no es tampoco el del siglo XX. Esto tenemos que esforzarnos en comprenderlo cabalmente, y si se necesita estudio y conocimientos, todo aspirante a gobernante o legislador debiera darse el tiempo y los medios de adquirirlos.
Lo que hemos recibido en herencia es la Tierra, no un país. Un planeta grande y bello, pero finito; fecundo, pero frágil. Nuestra herencia y nuestra responsabilidad es la vida terrestre, no tal territorio enmarcado por fronteras que son producto de guerras de otras épocas. Somos terrícolas antes que chilenos, incluso somos latinoamericanos antes que chilenos. Y somos humanos, pero claro, esa denominación hay que merecerla.
El derecho cosmopolita (ya evocado por Kant, que no era precisamente el Che Guevara) implica, como mínimo, que todo ser humano tiene la posibilidad de partir, darse una chance. Que pueda instalarse en cualquier parte es otra cosa, que por supuesto implica la negociación pacífica e inteligente con quienes ya están allí (se acabó el colonialismo). Y es el deber de las autoridades de dar un marco a esas negociaciones. Y cuando el asunto es de mayor amplitud, planificar, por supuesto, legislar e incluso poner límites.
Pero nada será posible si nuestras mentalidades no cambian profundamente y no comienzan a modificar sus mezquinos sentimiento por principios de hospitalidad universal, de identidad de humanos de la Tierra, con valores de compartir para habitar el mundo común.
La mano que aferra fuertemente un privilegio, es la misma que lanzará la primera piedra, que encenderá el primer fósforo. La consciencia que mira con desconfianza al extranjero es la misma que luego albergará violencia, racismo y odio.
La apretura, la hospitalidad, la generosidad, la fraternidad, ya no son virtudes sino necesidades de base. No se trata de ser buenos ni santos, basta con un inteligente instinto de supervivencia. Es una ilusión total pensar que sobreviviremos agarrotados en la pequeñez moral y la mezquindad.
Totalmente de acuerdo. No hay que olvidar que miles, no, cientos de miles de chilenos emigraron en la década de los 70. Sólo a Montreal, Canadá, donde yo llegué, llegaron más de 15 mil, y en parecida cantidad a Toronto y Edmonton. Nuestros antepasados legaron al continente americano. Emigrar en busca de mejore condiciones y de un mejor futuro para nuestros hijos es un derecho, y la gente lo hace desde tiempos inmemoriales. Según estudios en Canadá y en EE. UU., el efecto positivo de la inmigración sobre la economía, incluyendo los indocumentados, supera con creces el impacto negativo. La gran mayoría de los inmigrantes son personas esforzadas, dispuestas a poner el hombro en lo que sea. Hay que tener mejores políticas de apoyo e integración, y un enfoque no sólo más humanista sino también práctico, dejarse de actuar desde el miedo y la ignorancia.