Representatividad para el nuevo Chile: tiempo de soltar amarras
Por Miguel Reyes Almarza, periodista e investigador en Pensamiento Crítico
¡Cuando encuentre un candidato que me represente voy a votar!
¿Qué significa esto, señores electores?
Nuestro mejor candidato, basado en tal afirmación, sería algún tipo de ente sobre humano, algo así como el Übermensch de Nietzsche, o mejor aún, un ser divino y perfecto. En el peor de los casos, y acotando los escenarios posibles a la realidad, nuestro mejor aspirante seríamos nosotros mismos o una versión mejorada de nuestra personalidad, con mayor voluntad, con menos mañas ¿más probo? ¡No es nada fácil la cosa!
Simplemente no lo entiendo bien, o lo entiendo y no quiero concluir que la complejidad de esta situación no es más que el miedo que en muchos asoma, cuando debemos asumir una posición que, no siendo perfecta, es posible de impugnar y por tanto dejaría en evidencia nuestras bases ideológicas. Sin información, por escasez o desdén, siempre es mejor arroparse en las tibias, aunque no muy fragantes, sábanas del statu quo.
¿Quién es el candidato adecuado para este nuevo Chile?
Intento mirarlo desde la lógica, que no es todo, pero ayuda. Si un porcentaje mayoritario de la población se ha inclinado por un cambio radical, que implica nueva Carta Fundamental y una renovación completa de la acción política que nos llevó a este punto de quiebre, entonces la respuesta es fácil: nadie que milite o haya militado en los partidos de la repartija post dictadura, nadie que haya usufructuado del privilegio de ser representante en tiempos de las designaciones a dedo, nadie que considere esa visión de mundo como aquella que deba estar en el centro del eje social, nadie. Si esta parte de la historia la liderase un DC, un PS, un RN o un UDI -no importando el disfraz independiente que porten- estaríamos haciendo un ridículo superior, claro, desde la lógica que no lo es todo.
Y si lo miramos desde lo emotivo, que es un aspecto entrelazado con la razón también, la respuesta, por insuficiente que parezca -dado que se construye desde la individualidad- tampoco iría demasiado lejos: nadie que sienta que el país se va a convertir en Venezuela o Cuba, nadie que crea que se rompe una institucionalidad sagrada y digna de ser glorificada, nadie que intuya que todo lo logrado en tantos años -para algunos- pueda irse al tacho de la basura, nadie que esté cómodo con los privilegios ciudadanos de primera y segunda clase, nadie. Si esta parte de la historia la liderase alguien que rechazaba el cambio, que se sentía cómodo de ser parte de la OCDE y la antibiótica exportación de salmones y otros commodities que nunca “chorrearon”, estaríamos, nuevamente, haciendo un papelón de proporciones. Pero la emoción no lo es todo.
Hemos sido una sociedad castigada cívicamente, instruida y adiestrada para responder al orden mediante el báculo, no la razón y, por tanto, todo aquello que amenaza con borrar las rectas líneas de lo conocido se convierte en una “cosa” difícil de asimilar y mucho menos de entender.
El miedo nos ha hecho prudentes en demasía y profundamente desconfiados de lo nuevo. Es aquí donde los liderazgos pretéritos juegan sus cartas con imágenes falaces sobre este cambio de paradigma, por una parte, acrecentando la incertidumbre para evitar la reflexión sobre el cambio, a saber, expropiación, reparto de nuestros fondos, pérdida de los privilegios -incluso en aquellos que carecen de todos- y consagración de lo profano, aborto, eutanasia y un Estado laico, ese que fue prometido en 1925 y que hasta el día de hoy es solo tinta sobre papel. Nos obligan a imaginar una sociedad sin identidad, sin respeto, un mundo apocalíptico abrazado por el fuego de la autodeterminación.
Como lo anticipó con una claridad fascinante Thomas Kuhn, nunca un paradigma se va sin intentar asestar sus mejores golpes durante su caída. Este es el escenario que vivimos hoy. Y mientras unos intentan aferrarse a un mundo en extinción, otros dudan a la hora de asumir nuevas responsabilidades y, en ese intertanto, nos afecta la presión para definir quién guiará este barco a buen puerto.
¿Quién es el mejor candidato? De seguro un ser humano, defectuoso y a veces distinto, como todos y el éxito de su gestión dependerá de la cantidad de amarras que tenga con ese pasado sentenciado a ser historia por los amplios movimientos sociales. Porque así es la condición humana y debemos entender que nadie tiene todas las respuestas, sin embargo, entre todos podemos encontrarlas.