Miradas sobre la madre: tres autores exploran la antesala desoladora de la ausencia materna

La aparición en simultáneo de tres obras autobiográficas que narran un reencuentro o el ritual abnegado de un hijo con su madre en momentos donde se invierte la carga del cuidado y es el más joven quien debe asistir a la mujer que lo ha guiado hasta la adultez, define un juego de simetrías entre el escritor marroquí Rachid Benzine, el griego Theodor Kallifatides y el japonés Yasushi Inoue, cuyos textos recientes se retroalimentan en la gratitud tardía, la brecha social entre generaciones y la recuperación de la vejez como un estadio de sabiduría y aceptación.

Son los últimos momentos compartidos con la madre, con ese cuerpo ahora desobediente que más de medio siglo atrás alojó la célula germinal que hizo posible la vida. Los tres son escritores, han dado cuenta de universos ajenos en narrativas que capturan el dolor, la fragilidad o la desesperanza que instala, como una sombra al acecho, la finitud. Pero ahora se impone la voz propia, el imperativo de hacer pasar por la escritura ese desgarramiento ligado a la incertidumbre que sobreviene cuando se declara la orfandad absoluta: pronto la figura materna desaparecerá, como antes lo ha hecho el padre, y el nuevo mapa de ausencias les impondrá volver a preguntarse quiénes son.

«Mi madre es mi patria. Siempre dije que cuando la perdiera, perdería mi patria», dice el griego Theodor Kallifatides en «Madres e hijos», mientras se pregunta si en la figura de ella caben todas las representaciones afectivas que supone Grecia, la tierra que abandonó hace 40 años para encontrar otro destino posible en Suecia. En diálogo imaginario irrumpe el marroquí Rachid Benzine, que desde las páginas de «Así hablaba mi madre» anticipa esa instancia: «Cuántas veces reprimí esa pregunta que me corta la respiración, atraviesa mi corazón como una quemadura ardiente, suspende mi propia vida… El tema del ‘y después qué», escribe.

El autor nacido en Marruecos en 1971 pero radicado en Francia desde los siete años alude al momento donde ya no esté aquella mujer de 93 años a quien le lee una y otra vez el mismo texto -«La piel de Zapa» de Balzac-, la que mantuvo en solitario con sus ingresos como trabajadora doméstica a sus cinco hijos, la que en un gesto de orgullo o rebelión se resiste hasta el final a incorporar la lengua del país al que llegó escapando de la hambruna de su tierra natal. Mientras escribe para dar testimonio de sus últimos momentos en común, ese hijo que ha evitado las relaciones y la vida social para dedicarse al cuidado de ella, sabe que en cambio no puede esquivar lo ineludible: «No quiero pensar en eso y, sin embargo, solo pienso en eso», confiesa.

En esa especie de diario que lleva el japonés Yasushi Inoue en «Mi madre», otro de los libros centrados en la evocación materna que confluyen por estos días en las novedades literarias, asume que está despidiendo a su madre y que es algo que no cree haber podido hacer con su padre. Al recibir la noticia de la muerte de ella inmediatamente advierte esa diferencia: a él hay cosas que todavía le gustaría decirle, a ella asegura haberle dicho todo y la sensación es que «no hay una conversación pendiente».

¿Cuánto hay de absoluto en un duelo? ¿Quién puede identificar el comienzo y decretar el final exacto? Sin dudas la narración de esos procesos para estos tres autores da cauce a nuevas conversaciones que se animan a establecer a través de sus libros. Y que se mixturan con otras indagaciones como la cuestión del exilio (Kallifatides), de una educación que integra y segrega al mismo tiempo (Benzine) o de lo que ocurre cuando una enfermedad mental coloniza la mente y disuelve los recuerdos y las identidades, ese momento donde se cae el umbral último de pertenencia y el dolor por el extravío pasa a ser solamente de los otros (Inoue).

En su novela, el periodista y escritor japonés comienza a narrar a su madre a partir de la muerte de su padre, un médico del Ejército que se había retirado a los 48 años para recluirse en su pueblo natal Izu y murió a los 80 después de dedicar las últimas décadas de su vida a cultivar verduras y hortalizas lejos de su profesión de médico.

Este candidato al Premio Nobel de Literatura que murió en Tokio en 1991 escribió este relato autobiográfico al mismo tiempo que su madre empezó a mostrar síntomas de demencia y lo finaliza cuando muere, después de años de cuidados y traslados por las casas de sus hijos, especialmente dos de sus hijas mujeres, que son las cuidadoras centrales, las que la reciben por temporadas en sus propias casas.

Al igual que Benzine y Kallifatides, Inoue le da importancia a lo que puede hablar con su madre en esos últimos años de vida y los tres parecen reconocer la potencia de la palabra dicha, escrita o leída en el intento por asumir la fragilidad de la enfermedad y la tarea de cuidado que deben emprender ante alguien que comienzan a despedir.

«Mi madre» fue publicada por primera vez en 1975 y ahora llega con traducción de Marina Bornas a las librerías argentinas a través de la editorial Sexto Piso y si bien no es único libro del autor que puede leerse en castellano, ya que están por ejemplo «La escopeta de caza» -por el que recibió el Premio Akutagawa, el más prestigioso de las letras japonesas- y «Luna llena y otros cuentos», es el más personal.

Allí la demencia va tomando fuerza en los recuerdos y los diálogos que la mujer de más de 80 años establece con sus nietos, que es muy diferente a la que arma con sus hijos o su propio hermano. Los recuerdos de momentos de su vida los ofrece de manera muy distinta para cada uno de ellos, quienes lo advierten y se trenzan intentando explicar dónde está la cabeza de esa hermana, esa madre o esa abuela.

Las tres etapas que estructuran el libro con los títulos «Bajo los cerezo en flor», «Claro de luna» y «El rostro de la nieve» pueden ser leídas por separado y hay en ellas un registro que va estableciendo el narrador sobre las transformaciones de la madre, las reacciones de sus hijos o las conversaciones con sus hermanos o con su esposa.

En el retrato que construye Benzine en «Así hablaba mi madre» (Edhasa) sobresale la brecha cultural entre la mujer que sufrió humillaciones por su condición de inmigrante analfabeta y el hijo letrado que gracias a la educación se abrió paso en una sociedad que alardea de su inmensa herencia cultural y humanística. Esas asimetrías enturbian por momentos el vínculo filial pero se disuelven cuando ella le pide al hijo que vuelva a leerle «Piel de zapa», un acto reparador que restaura la ilusión de mundo compartido entre dos personas que no tienen nada en común excepto su país de origen.

Ese hijo al que todos felicitan por haberse consagrado al cuidado su madre a lo largo de quince años siente tanta gratitud como culpa. Lo atormenta recordar la vergüenza que le generaba la precariedad lingüística de ella cada vez que era requerida por alguna autoridad escolar, esos momentos donde simulaba entender el motivo por el que había sido convocada y repetía un latiguillo aprendido de memoria la noche anterior: «Tiene razón, señor profesor, puede contar conmigo».

Benzine escribe sobre las contradicciones de una educación que mientras más lo integra socialmente más lo aleja de su identidad de origen, del territorio que el resto de su familia nunca logró trasponer. «La cultura escolar excluye tanto como integra y los padres extranjeros son sus primeras víctimas», sostiene con ademán culposo. También distingue entre los logros que se obtienen con el acceso al conocimiento y la sabiduría innata que tapiza las observaciones de su madre iletrada, a quien le escucha decir: «Los niños no nos deben nada, nosotros se lo debemos todo. No pidieron nacer».

El politólogo y dramaturgo recupera también la generosidad de la mujer por fuera del rol filial -una veta que conoce a partir del relato tardío de una amiga que le revela cómo la asistió a ella y a sus hijos cuando intentaba emanciparse de un marido violento- y rescata los pocos momentos luminosos en los que la vio disfrutar, como cuando lo acompaña a recibir un premio literario en la adolescencia y terminan enlodados por la lluvia, o cuando asisten a un recital y ella termina cantando con el artista sobre el escenario. Fugaces ramalazos de una vida de privaciones que despierta la reflexión final de Benzine: «No sé si mi madre ha sido una buena madre. O simplemente una madre que hizo lo que pudo».

Un viaje a su país natal, acaso el último en el que vea con vida a su madre, traza el registro poético y evocativo que el griego Theodor Kallifatides, autor de más de cuarenta libros de ficción, ensayo y poesía, propone en «Madre e hijos» (Galaxia Gutenberg). Quiere escribir sobre ella, así como años atrás lo hizo sobre su padre, pero a diferencia de esa experiencia el deseo actual tiene una condición que lo inquieta: ella está viva. Pero el escritor ya pasa los 68 años y no tiene en claro quién de los dos dejará primero este mundo. «La muerte se nos está acercando a ambos. La muerte de quién da los pasos más largos es algo que no puedo saber», confiesa.

El narrador griego arranca su relato con un tironeo: se debate entre vivir esa estadía en la casa materna como un hombre ordinario que vuelve a su país para volver a reencontrarse en los rituales que le recuerdan su historia, como sentarse en el balcón con su madre y oír sus diatribas contra el gobierno, o situarse en simultáneo como un observador calificado que toma apuntes de esa cotidianidad y la atrapa en un trama narrativa, a riesgo de adulterar la experiencia y convertir a su interlocutora principal en un artificio literario. «¿Seré capaz de controlar al demonio del escritor que quiere arrebatarme el trabajo de las manos? ¿Que quiere pasarse de listo, bromear, embellecer, o por el contrario, afear», se interroga.

Durante una semana, Kallifatides pasa el tiempo entre la evocación de su padre a partir de unos textos que llegó a redactar antes de morir para dejar testimonio de sus días aciagos durante el nazismo y los encuentros con esa mujer sagaz y filosa que es su madre, empeñada en no perder la conexión con el universo. «Quiero ver cómo se las va a arreglar el mundo sin mí», dice cuando su hijo intenta indagar en esa obsesión por estar al tanto de las noticias. En otras ocasiones, deja el humor de lado para clamar con infinita ternura: «Tú dime que vendrás a verme, y yo no me moriré nunca».

Y mientras el narrador destaca que su padre lo transformó en un ser humano, a ella le asigna el impulso certero para convertirse en escritor. Más adelante, la idea de una despedida irrevocable y el interrogante por el vacío que dejará la ausencia materna impregnan los pensamientos de Kallifatides. «Ninguna muerte es irrevocable. Quizá, al irse, me regale una nueva patria. Como hizo mi padre. Su texto me regaló otra Grecia, el Ponto, el Mar Negro», reflexiona con algo de resignación.(Télam)

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El Periodista