Desde niño me han atraído las historias de aventureros y exploradores que, desafiando a lo desconocido, las emprenden en viajes imposibles con la firme convicción de una idea, que suponen correcta, les permitirá arribar a un puerto improbable para la mayoría de sus coterráneos, pero meridianamente ciertos para estos retadores del destino.
De tanto en tanto, en las comarcas del poder, surgen estas personalidades capaces de encantar a mecenas y poderosos y embarcarlos en sus carabelas de sueños, bergantines utópicos o naves espaciales curiosas y atiborradas de preguntas sin respuestas.
En la periferia del poder, en cambio, aunque es raro encontrar tales personajes, abundan también soñadores que luchan por ir en busca de ese vellocino de oro, individual o colectivo, que les permita despercudirse de la condición marginal que tenemos todos los pueblos que fuimos alguna vez colonia de un poder central.
Aunque las exploraciones y aventuras emprendidas por fenicios, griegos, chinos, genoveses, españoles, holandeses, prusianos, franceses, ingleses y ahora último, rusos y estadounidenses tuvieron y tienen como principal leitmotiv expandir sus ámbitos de influencia y poder, para engrosar arcas fiscales y particulares; las aventuras y exploraciones surgidas desde la marginalidad de las antiguas colonias tenían y tienen que ver más con sueños de independencia y sacudirse a los opresores de turno, extranjeros o criollos, para mejorar un poco más la calidad de vida y bienestar de los que vivimos en la periferia del poder.
La Convención Constituyente que da su primer paso a pocas semanas del solsticio de invierno representa esa carabela que zarpa de un puerto andaluz de la edad media para adentrarse en aguas inexploradas, sin tener la certeza de arribar a una caleta segura al otro lado del océano.
A bordo viajan 155 emisarios. Muchos de ellos soñadores y convencidos de que la construcción de esa embarcación, aunque frágil, es la estrategia correcta para no zozobrar en las aguas de un destino que, la mayoría de las veces es profundamente injusto para los que nos quedamos en la orilla. Hay conciencia que la travesía no será fácil. Sobre todo, porque otros emisarios, también a bordo de esa nave, harán lo imposible por arribar a un puerto de destino lo más parecido al punto de partida.
A diferencia de las aventuras emprendidas en la edad de oro de las exploraciones, esta expedición que comienza fue promovida por una multitud de soñadores sin ningún poder. Con la única y abstracta idea de vivir por fin en un entorno de bienestar para la gran mayoría de los que convivimos diariamente en este espacio geográfico que está a punto de caerse al océano.
A veces, los emprendimientos hacia lo desconocido resultan azarosamente exitosos. Si no, pregúntenle al genovés Cristóbal Colombo, al portugués Pedro Álvarez o al escocés Alexander Fleming. Otras veces, los intrépidos se van al carajo. De eso pueden dar cuenta el luso Magallanes, el flemático Scott, los astronautas de los transbordadores Challenger y también el Capitán Beto del flaco Spinetta.
El que este viaje, improbable hace menos de 2 años, arribe a una costa pródiga en ambrosía, justicia y amorosamente colaborativa, dependerá de la sabiduría y paciencia de esos genuinos soñadores que aspiran a un futuro digno de nuestra condición de Homo sapiens. Para ello, contarán con la fuerza y energía de los millones que nos quedamos en la orilla, soñando con el Paraíso en la tierra.