El 26 de junio de 1908, nació en Santiago Salvador Allende Gossens.
Esta columna es de conjeturas:
Si no hubiese sido inducido al suicidio, habría fallecido seguramente en el exilio.
El doctor no era una persona pintada para recorrer el mundo para buscar ayuda con el fin de derrocar al gobierno militar.
Su partida, en desmedro de otros que hubiesen resistido o entregado sus vidas por una causa, seguramente hubiese sido mermada por el argumento de alejarse del sacrificarse por un objetivo cuyo líder los abandonó.
Obviamente con Allende vivo, quizás el gobierno militar hubiese actuado en forma más blanda y su permanencia más breve. O al contrario, no entregar el poder hasta la muerte de Allende. O, finalmente, ser el último exiliado en retornar al país. O lo peor, asesinarlo al estilo Letelier, Prats o como lo intentó con Leighton.
Tampoco era el prototipo -como Neruda- de ingresar a Chile clandestino, ya fuese fondeado o disfrazado.
Su forma de hacer política era sin antifaces.
Tendría hoy, 113 años, una edad apenas ubicada en los próceres del Antiguo Testamento.
Su muerte tuvo sentido dadas las circunstancias y eso lo asumía mejor que nadie.
Su legado con el tiempo se diluyó, sus seguidores más jóvenes, no los contemporáneos a su época, se adaptaron más temprano que tarde al sistema y quienes propagaban la vía armada hoy ocupan, o están jubilados, de cargos ejecutivos de transnacionales y algunos llegaron a volver a ocupar puestos importantes gubernamentales.
Allende tuvo el privilegio, aunque sin mayoría, de contar con un parlamento con integrantes de lujo, de oratoria exquisita, punzante y no dos cámaras circenses. Una clase política que hoy ahuyenta a la ciudadanía que se expresa apenas en un tercio de su potencial en las urnas.
Como persona, según contaba el doctor Luis González Alvo, colega amigo suyo de derecha al comienzo, tenía gran llegada con la gente. Y contagiaba al extremo que el padre del parlamentario y vicepresidente de la Cámara de Diputados, Luis González Torres, fue pasándose poco a poco a la izquierda y, según su hijo, ya bastante viejo, casi termina clamando por la vía armada.
Era pituco, lo reconocían sus propios adeptos. Y tal como lo había predicho Fidel Castro, la vía pacifica al socialismo era muy difícil, especialmente en un país que no conocía los grados de miseria y explotación en los años sesenta, como en otros, léase Nicaragua, la misma Cuba, estados africanos y asiáticos.
El martes 11 de septiembre de 1973, amaneció nublado; con las horas ese gris fue adquiriendo un olor a humo y pólvora y se puso más oscuro que los días que vivimos esta semana.
Culmino esta columna con una anécdota que lo dibuja de cuerpo entero. A fines de los sesenta se encuentra el doctor con Mario Vergara Parada, ex agrario laborista, que fue luego uno de los fundadores del PS en Chile, amigo de Alejandro Chelén Rojas.
Periodista de vida, diplomático por designaciones, cumplió sus misiones en Egipto y Jordania. Al regresar se encuentra en la calle Huérfanos con Salvador Allende y antes de poder saludarlo, este le pregunta: “Y esos guantes, ¿de dónde provienen?”. Y luego pasaron al abrazo y otros temas.
Todo esto no le quita ni pone a la causa por la cual abogó y entregó su vida, en vez de abandonar a sus compatriotas y partir a una diáspora pordiosera que a esas alturas habría sido interpretada como más inclinada a retomar el poder que hacer el bien a Chile.
Lamentablemente, dos predicciones del presidente mártir no se cumplieron: las alamedas se abrieron más tarde que temprano y sobre ella aún esperamos que pase el hombre nuevo.