Ya no estoy aquí: felizmente fuera de lugar
Por Miguel Reyes Almarza, periodista e investigador en Pensamiento Crítico
★★★★☆ (4 sobre 5)
En medio de una crisis global respecto a la inmigración y los problemas identitarios producto de la resistencia a la cual está sujeta, una película más acerca de las diferencias sociales y culturales parece destinada al fracaso amparada por la sobreinformación y, especialmente, debido al encuadre que los grandes conglomerados de comunicación hacen de los procesos migratorios, acercándolos más a un espacio delictivo que una expresión de intercambio cultural.
Es en este escenario que el apenas reputado Fernando Frías de la Parra (director) se aventura en su segundo largometraje capturando la atención que le había sido esquiva desde su debut documental en el 2008.
“Ya no estoy aquí” (2020), filme que representará a México como mejor película internacional en los Premios Óscar 2021, es un peligroso, pero muy bien logrado trabajo de desarme de las chapucerías y lugares comunes a los que nos enfrentó su compatriota Alfonso Cuarón con “Roma” (2018), utilizando el blanco y negro y la cuestión social como atributos caricaturescos para convencer a la Academia.
Frías toma otro camino, aquel que implica un argumento firme, de estética tribal y que roza con la inocencia -un valor en desuso para el cine y la sociedad en su conjunto- para así lograr el efecto de vacío, de anticlímax que nos queda en el estómago a la hora de ratificar, sin un pesimismo lacerante, que las cosas están muy lejos de cambiar.
La receta es una pandilla o ‘clica’ de menores llamada “Los Terkos”, un lugar, el Monterrey de los pobres en México y un hilo conductor, la cultura urbana conocida como ‘Kolombia’ y que no es más ni menos que la acomodación estética y sonora de la cumbia colombiana, pero al estilo “rebajado” de los arrabales regiomontanos. Acá no hay sexo, no hay violencia -el público ‘hollywoodense’ deberá pasar de esta obra desde ya- el problema de clases no se resuelve desde manifiesto alguno, más bien se ordena desde aquello que es propio del ser humano, la soledad, el anhelo y, sobre todo, la obstinación.
Los deseos de identidad propios de la estética del protagonista, Ulises (Juan García Treviño) -el líder de la pandilla quien luce tan complejo como su atuendo- el pasado que nunca nos abandona en aquellos lugares -y ritmos- donde fuimos felices alguna vez y esa extraña -pero humana- atracción por la autoflagelación. Es aquí donde la cumbia -mejor dicho, Kumbia- ralentizada tecnológicamente para coincidir con un pulso calmado, se marida correctamente con todos los espacios de incomprensión donde el personaje se esconde ante la realidad, o para ser más justos con la vida, apenas intenta controlarla e ilusionarse con detenerla si es preciso.
Como todo en la existencia, un “incidente” fortuito agita el espacio lineal del tiempo y las emociones de Ulises y desde allí todo es pasión. Es verse en los otros, es no verse en otros, es sentirse preso del lenguaje y a la vez reivindicado por este. Es sentir que, más allá de las enormes coincidencias con cada vida que vamos tocando, el sentimiento de pertenencia es tan fuerte que duele y nos impide avanzar.
Ganadora de los festivales de cine de Monterrey y del Cairo, y un vendaval de premios que incluyen mejor película en los premios Ariel (10 galardones al igual que Roma), tiene pendientes el Goya y el premio de la Academia donde de seguro no la tendrá fácil, y no será por la competencia, tampoco por alguna duda sobre su cinematografía, sino más bien por la ausencia ya comentada de morbo instantáneo que rodea la entrega de la estatuilla dorada.
No la recomienda Netflix -difícilmente cubre aquello que sean modas algorítmicas- y, por tanto, hay que digitarla directamente en su buscador. Pero allí está, tan distinta como sorpresiva. Tan fuera de lugar como necesaria. Una hermosa declaración sobre la otredad y de paso el refuerzo incesante grabado como aforismo en el Leviatán de Hobbes que se regocija en recordarnos que “el hombre es -y será siempre- el lobo del hombre” y la terquedad, esa que nos hace avanzar y retroceder, su carta de presentación.