La democracia real, como doctrina y sistema de gobierno, está atravesando una época confusa e ilógica que fácilmente podría terminar en inconducentes regímenes populistas o autoritarios.
Lo ocurrido en Estados Unidos es categóricamente la proyección de una ultra derecha integrista que quiere socavar el principio esencial del libre pensamiento político.
La equivocada acción de Trump, peripatético e ignavo personaje de la política contemporánea, a quien no se le puede llamar siquiera político, menos demócrata, demostró la fragilidad del “modelo democrático” norteamericano. Sin duda, una acción desproporcionada e irracional que pudo tener imprevisibles consecuencias.
Trump, ad nauseam, delirante e intolerante por naturaleza, no entiende que democracia implica racionalidad, no reactividad ante un hecho consumado, lo que permitió mostrar la decadencia política de una de las naciones más poderosas y hegemónicas del planeta, sumergida cada vez más en el páramo de la sinrazón y la antinomia.
Estados Unidos, “ejemplo democrático” para muchos países sometidos a su férula político-económica, nunca ha sido capaz de resolver sus conflictos sociales internos. Ergo, no es un modelo de nada, vale decir, su sistema de gobierno no es democrático, ya que se maneja en base a un capitalismo puro o feral que estructura un alienado y sometido quehacer humano, desesperanzado ética y emocionalmente, alejado de cualquiera construcción cultural que pueda revertir tal malsana situación.
Algunos analistas piensan que es un país desarrollado, pero no es más que una nación sociológicamente involutiva, incapaz de llevar a cabo una política solidaria. Su praxis expansionista y antidemocrática en el plano internacional ha consentido las más execrables violaciones a los derechos humanos, sólo por el hecho de no convenir a sus intereses geo estratégicos o políticos.
El ejemplo más claro y cercano lo vivimos con horror en nuestro país cuando el gobierno de Nixon patrocinó un cruento golpe de Estado en septiembre de 1.973, basado en la truculenta doctrina de la seguridad nacional, que ejecutó una política de exterminio sobre quienes eran, son, consecuentes defensores de políticas evolutivas y humanitarias.
La comunidad global sigue observando con desazón e impotencia el actuar de los diferentes gobiernos norteamericanos que no han hecho más que obstaculizar con su asfixiante política colonialista los procesos transformadores o proyectos autonómicos de muchos países subdesarrollados.
El saliente presidente ni siquiera ha hecho una autocrítica a su obtusa política externa, menos ha entendido que una buena política se hace positivamente con diálogos diáfanos y flexibles.
En general, los diferentes gobiernos norteamericanos de las últimas décadas, demócratas o republicanos, han llevado a cabo una política invasiva refrendada por un insulso apotegma, cual es el de auto designarse “salvador de la democracia”. Así lo teoriza el filósofo norteamericano Noam Chomsky, uno de los pensadores más miríficos de la actualidad, lúcido intelectual, probado progresista, cuando escribe sobre la inhumanidad del sistema capitalista y el dominio estadounidense.
El progresismo sabe que Estados Unidos vive una realidad distorsionada, pues es tanto su poderío económico y tecnológico que lo ha llevado a ignorar el verdadero concepto de plenitud democrática. Adquirir una ínsita conciencia moral y consensuar unívocos valores políticos basados en las virtudes humanas son elementos que Donald Trump y sus adláteres jamás comprenderán.