Una media docena de barcos de unas mil toneladas, de procedencia coreana, son denominados calamareros. Recogen este producto, arrastrando con sus redes otras especies por los mares chilenos.
Yo los ví en el Estrecho de Magallanes.
Las naves tienen un aspecto asqueroso; del exterior se ven inmundos y, hasta fecha reciente, solo sabía de ellos que la tripulación estaba constituida por lo que las autoridades consideran “delincuentes” que deben pagar su condena en el mar en vez de la cárcel. Podrían ser también disidentes políticos, nadie sabe.
Rubén España, estibador y descargador de Punta Arenas, ha tenido la oportunidad de subir a estos barcos, asunto negado para cualquier otra persona, salvo los prácticos y me autorizó a contar su versión de los hechos.
“Para mí fue un espanto. Bajé a las bodegas y vi en jaulas como mantienen grandes guarenes que son parte del menú cotidiano. Un roedor alcanza para la colación de cuatro personas. Lo alimentan con sobras, cáscaras de papas y todo lo podrido que se encuentra. (Esta versión fue corroborada por otro hombre de mar, Rodrigo Pérez Guichi).
El único que se alimenta bien es el capitán y la escasa oficialidad.
Quienes ingresan a uno de esos barcos, rara vez salen con vida. Las condiciones de existencia son inconcebibles. Mi perro duerme en mejor entorno que estos presuntos reos. Los turnos son de 14 a 16 horas, con escaso tiempo libre para dormir en los hacinados camarotes.
Lo que le cuento es real y me he comprometido a no subir más a uno de estos barcos. Hay chilenos que a veces trabajan a bordo y nunca más se ha sabido de ellos. Quien enferma gravemente, es envuelto en un saco con piedras y arrojado al mar. Esto lo sabe todo el mundo. Documentación no existe, ya que jamás un tripulante desembarca; el fallecido, es reemplazado por otra persona en condiciones iguales. Pueden estar años navegando, sin ver a su familia y rara vez regresan vivos. Los víveres y el combustible son entregados por naves mayores coreanas en alta mar. La producción es llevada directamente a Tokio, principal cliente.
Sin embargo lo que me llamó mucho la atención fue la presencia de dos guardias con lumas, que golpean a quienes conversan, descansan sin permiso o no apuran su trabajo. El único sector limpio e impecable es el de la faena de la mercadería que es envasada en cajas que tienen grandes letras como B, de big (grande) S, small (pequeño) y M, medium (tamaño mediano). Son esclavos del mar”.
Desde mi ventana o en la terraza los observo; se desplazan libremente por el estrecho de Magallanes. La gente exclama “¡Qué mugrientos esos barcos!”.
Medio nacional alguno ha intentado abordar una nave para realizar un reportaje de lo que ocurre en estas embarcaciones.
España agrega: “No comprendo cómo las autoridades permiten esta barbaridad en aguas chilenas. ¿Quién autoriza este tipo de pesca? ¿Quiénes se benefician con este negocio en Chile? ¿A quién le pagan para cometer este comercio medieval?”.
Algunos tripulantes han tratado de huir, pero mueren de hipotermia, son pocos los sobrevivientes.
Desde que divisé estos barcos por primera vez, vislumbré algo atroz, pues ni siquiera tratan de aparentar algo más decente, como por ejemplo pintar el exterior del casco que se ve chorreado, lleno de manchas como esas naves que llevan desertores de sus países en varias partes del mundo y naufragan en su intento de llegar a presuntas democracias.
Y si Chile constituye una democracia, preguntamos nuevamente si las autoridades marítimas y gubernamentales están conscientes de la malvada perversidad que autorizan en nuestras aguas.
Es de esperar que esta columna sirva para que alguien como España, pero activo en la Armada Nacional, responda a esta interrogante. O que la justicia ordene allanar uno de estos buques o quedará la duda si todo es parte de los tratados de libre comercio con algunos países y que obliga a hacer la vista gorda y no intervenir en asuntos bárbaros y miserables internos, aunque se ventilen en el exterior.