El “gambito de dama” es una de las tantas variantes de apertura que tiene un jugador de ajedrez caracterizada particularmente por ofrecer un intercambio material -un peón, por ejemplo- a cambio de cierta ventaja en el desarrollo de las acciones, una especie de sacrificio.
En Netflix, es una miniserie de 7 capítulos que lidera el “top ten” de las visualizaciones mundiales y ostenta unos inmejorables 8,9 sobre 10 de aceptación en la plataforma especializada, IMDB. La adaptación de la novela de Walter Tevis se convierte así en todo un fenómeno del “streaming” a costa de sacrificar algunas ideas del todo importantes.
La ficción que tiene como contexto los años cincuenta, momento de auge y tensión máxima de la Guerra Fría, transcurre detallando la vida de una huérfana que entre adicciones y un talento innato, desarrolla una carrera prodigiosa en el ajedrez, hasta ese momento, un entorno de exclusivo dominio masculino.
El guion es correcto, mantiene la tensión dramática sin tener que recurrir a la violencia o al sexo gratuito -atributo no menor cuando hablamos de top ten a nivel global- sobre todo respaldado en diálogos muy cortos que hablan muy bien de la adaptación para la televisión. Cada capítulo desarrolla metafóricamente algún tipo de maniobra del juego y en la acción misma, estas jugadas se tejen de forma magistral con los personajes que se muestran suficientes y sin desperdicio.
El protagónico lo lleva de manera impecable una joven Anya Taylor-Joy (The Witch) quien es capaz de contener en su actuación todo el complejo mundo interior de Beth Harmon, la niña que se convierte en mujer a medida que lucha con los fantasmas del pasado que – químicos mediante- intervienen en la construcción de la eventual campeona de ajedrez.
Hasta allí todo correcto, sin embargo, es justo explorar en aquello que va más allá de lo denotativo en una serie de TV. A saber, la extraña consideración de la mujer en espacios eminentemente masculinos que se nota a todas luces forzada. Con mayor libertad que la novela, su creador, Scott Frank, amplifica una cierta fragilidad femenina para realzar cada uno de sus éxitos. Se siente la intención de ponderar a la mujer en espacios negados intentando desde allí algún tipo de reconocimiento, no obstante, termina construyendo una caricatura, basada mayormente en los lugares comunes con que asociamos a los ajedrecistas -hombres- que los identifica con una serie de adicciones y patologías mentales. Más frágil en lo femenino y más transgresora en lo masculino parece ser la idea que se apodera de cada evento importante donde su protagonista queda atrapada en un argumento de legitimidad básico que pudo trabajarse de muchas formas menos evidentes y efectistas para lograr un trasfondo superior, si es que así se pensó.
Desde el punto de vista de los clichés clásicos a los que nos tienen acostumbrados las producciones dramáticas de Estados Unidos, nos encontramos frente a un “Rocky” travestido. El país de la libertad -representado por la frágil debutante- luchando siempre en condiciones adversas frente a su tradicional némesis soviético, siempre tan insensible, lejano y oscuro. Lo femenino versus lo masculino. La emotividad versus la racionalidad, tocando de paso -pero sugerentemente- las diferencias culturales entre la tierra prometida y el Leviatán del comunismo.
Fácil de ver, como toda obra que, teniendo los elementos contextuales tan definidos, se queda en la superficie y solo explora la profundidad -literalmente- en los peculiares ojos de su protagonista. Un gambito que sacrifica sentido por entusiasmo popular.
★★★☆☆ (3 sobre 5)
*Periodista e investigador en pensamiento crítico.