Esbozos para la rebelión de los ciudadanos (VII): Troceando la Aldea Global
Terminamos el convulso 2019 y lo hicimos jugando a los dados con nuestro futuro con mayor insensatez que la que hemos demostrado tener en décadas anteriores. ¡Y eso es realmente difícil!
Por Francisco J. Lozano*
El espejismo del fin de la historia que algunos creyeron ver con la caída del muro de Berlín se ha disipado a golpes de una nueva geopolítica que se desarrolla en las praderas de los intercambios comerciales y del dominio de la (des)información.
La amenaza creciente del cambio climático es desoída por negacionistas e incluso por países antaño más comprometidos, conduciendo a compromisos descafeinados como los de la última COP25. Las desigualdades económicas se han hecho más grandes y visibles que nunca desde mediados del pasado siglo. El populismo está causando heridas profundas en la convivencia social en muchos pueblos de la vieja Europa y en buena parte de los menos viejos Estados Unidos de América. Los británicos se adentrarán pronto en su propio mar de contradicciones y dejarán atrás las costas de una Europa conjurada en salvar un proyecto de unión tan complejo como imprescindible.
Populista es todo líder que culpa a un tercero de los males de su país o sociedad
Jared Diamond
Todo esto se está haciendo con el aval de las urnas, que sostienen y revalidan sin rechistar a los nuevos liderazgos surgidos de los rescoldos de la gran crisis financiera que se inició hace una década.
La ciudadanía tiene vértigo ante la velocidad de unos cambios que percibe como una amenaza a su modelo de vida, que llegó a creer sólido. Poner rostro o etiqueta a esa amenaza es un recurso fácil para los escribanos de los nuevos relatos.
Jared Diamond, geógrafo y prestigioso ensayista, afirmaba en una reciente entrevista que “si un líder le dice a su sociedad que el malvado está fuera, ¡se delata como incompetente y populista! Si le votas, eres cómplice del populismo”. Pocos reconocerán ser parte del problema, pero no dudarán en señalar como populistas a quienes no piensan como ellos. Así, los muros que protegen las modernas ciudadelas no están hechos de piedra sino de dogmas mentales, mucho más difíciles de derribar, a los que se suscriben colectivos ciudadanos cada vez más refractarios a ideas ajenas.
Estos procesos de enquistamiento social ahondan en el fraccionamiento de la geografía política de nuestro planeta, insisten en una visión competitiva de las relaciones internacionales y nos alejan peligrosamente de alternativas basadas en la colaboración. Para colaborar debemos aceptar que formamos parte de un destino común y que este planeta es demasiado pequeño para no sentir como propio lo que ocurre en cualquiera de sus latitudes. Por ingenua que pueda parecer, esta forma de ver las cosas me ha acompañado desde que tengo uso de razón. Hace ahora veinte años escribí un artículo (La Aldea Humana, 2000) en el que reflexioné sobre las aristas de la convivencia entre pueblos a lo largo de la historia, sobre la influencia de la geografía en la historia y de la historia en la geografía y, finalmente, sobre la necesidad de superar nuestra visión “provinciana” y reduccionista del mundo en los albores del cambio de siglo. Ahora, dos décadas después, el eco de algunas de aquellas palabras sigue pareciéndome familiar y por ello transcribo sus párrafos finales.
“Creo en el legítimo derecho de cada uno de nosotros a sentir orgullo por sus señas de identidad, sin hacer de ello una filosofía de vida. El apego a todo aquello que nos es familiar y cercano es un hecho natural cargado de sentimientos sinceros. Apreciamos con lógica intensidad la tierra en la que hemos nacido y los lugares en los que hemos crecido, la familia y los amigos, nuestra lengua y nuestras tradiciones, en definitiva, nuestra forma de vida. Nada de esto es incompatible con el hecho de considerarnos miembros de una comunidad mucho más amplia. Nuestro modo de ver las cosas no es ni mejor ni peor, es tan sólo uno más entre otros muchos puntos de vista. Sin embargo, es lamentable la manipulación a la que estos sentimientos están sometidos. No en vano, son una eficaz herramienta de gestión política y económica que, usada con destreza, toca cuerdas que van directas al corazón”.
“Tradicionalmente hemos sublimado los hechos diferenciales frente a los puntos comunes. Sin menospreciar el valor intrínseco de las raíces culturales propias, considero un lujo renunciar al valor que otras formas de pensamiento me pueden añadir… y una solemne estupidez protegerme de ellas. Todos tenemos algo que enseñar y mucho que aprender. Los purismos, ya sean ideológicos, religiosos o étnicos, han sido históricamente nefastos y poco han ayudado al progreso de la Humanidad. Bien al contrario, actúan como un freno, limitando la amplitud de miras y la capacidad de diálogo y reforzando posiciones fundamentalistas y radicales. El viejo recurso a la exclusión por la ignorancia y por la violencia”.
“Seguimos sin ver a nuestro planeta como una unidad porque nos cuesta tomar la suficiente perspectiva. Como se suele decir, los árboles no nos dejan ver el bosque. Y, sin embargo, ¿quién no ha experimentado alguna vez la excitante sensación de tomar altura a bordo de un avión? Pegamos nuestra cara a la ventanilla para admirar el paisaje desde un nuevo punto de vista. Y, es curioso, en pocos minutos resulta difícil distinguir las líneas divisorias en las tierras que sobrevolamos, a lo sumo algunos ríos importantes, las grandes masas montañosas… y poca cosa más. Inútil esforzarse. Las fronteras se diluyen desde la altura”.
“Alguien dijo una vez que el espacio es nuestra última frontera. A mí me gustaría, si se me permite un arrebato de utopía, considerarla como nuestra única frontera. Desde allá afuera todo adquiere otra dimensión. La sola visión posible es la del planeta en su conjunto, una pequeña y solitaria bola de un tono azul pálido girando en el inmenso vacío. Intuyo que desde ese mirador privilegiado, al que sólo unos cuantos elegidos han podido tener acceso, las cosas se ven y se aprecian de manera distinta. No son pocos los que a su regreso dicen haber tomado conciencia de la imperiosa necesidad de superar nuestras diferencias y actuar como una unidad de representación frente a los desafíos que nos aguardan. Una extraña y brutal sensación de humildad. Abrigo la esperanza de que nuestros hijos, las futuras generaciones que heredarán tanto nuestras obras como sus consecuencias, participen también de ese sentimiento. Tal vez así puedan mejorarlas. No más países, no más fronteras. Un único hogar, compartido por todos, sin distinción de color, credo o ideología. Tan sólo la Aldea Global y, en el mejor sentido de la palabra, Humana”.
*Licenciado en Ciencias Empresariales de la Universidad de Barcelona