Estallido social en Chile: nombrando lo propio
Por Miguel M. Reyes Almarza*
A casi tres meses desde el inicio del estallido social en nuestro país, pocas cosas han cambiado de manera tan notable y radical como la designación popular de lugares y espacios públicos.
Mientras todavía la política mezquina cuida los privilegios de algunos -mismos- las personas, esas de ‘a pie’, invisibles muchas veces y por siempre desterradas de los espacios de resolución, avanzan vertiginosamente reclamando soberanía en los lugares que padecen, para bien y para mal, resignificando con absoluta propiedad los entornos de la revuelta.
Y es que siempre detrás de la designación de las cosas aparece de forma tácita el ejercicio del poder. Quien nombra, quien designa, quien es capaz de traer a la existencia las cosas, a través del acto de nombrar, es finalmente quien usufructúa de su imperio y su esencia.
La tradición se corrobora en el triste aforismo decretado por George Orwell en su obra 1984 “la historia la escriben los vencedores” y como quienes vencen lo hacen regularmente a fuego y sangre, esta se escribe con acento en batallas y gestas donde la violencia es el ingrediente principal, eso sí, a prerrogativa de unos pocos. De esta forma la ciudad se hace eco de un sinnúmero de nombres que designan sus espacios conmemorando batallas y avivando personajes que de alguna u otra forma fueron parte de los vencedores, más allá de una gesta específica, aquellos que fueron legitimados, en el caso de Chile -particularmente- por la cosmovisión de una dictadura y sus amarres ideológicos con la aristocracia de turno.
¿Por qué celebrar a los españoles con una pleitesía superior a los pueblos originarios? De más está recordar que uno de los gestos más ‘elocuentes’ del cuidado que se da a nuestros ancestros -reservando de este artículo el genocidio extenso que se lleva a cabo de forma sistemática en la Araucanía desde la llegada de los europeos y que se sostiene hasta el día de hoy- tiene como motivo de controversia, a saber, la estatua de ‘Caupolicán’ emplazada en una de las terrazas del Cerro Santa Lucía -hoy popularmente re bautizado como Cerro Huelén (que paradojalmente significa algo así como ‘dolor’)- deja en evidencia que la escultura está muy lejos de ser una muestra de consideración hacia el pueblo mapuche, comenzando porque sus rasgos faciales, su complexión física y su indumentaria -tocado de plumas y aros- son ejemplo perfecto de los indios de América del Norte.
Mientras tanto, desde la Plaza de Armas -cualquiera de estas a lo largo de nuestro país- hasta los más verdes parques no hay equivocación alguna con los rasgos y atuendos de los colonizadores españoles.
De seguro a Nicanor Plaza, el creador de tan infame figura instalada en 1910, no le importó en lo absoluto la mímesis con lo real y especuló con detalles más ‘internacionales’ para quedarse con el primer lugar en el Salón de París de 1868.
En un país ajeno, atiborrado de calles y sitios marcados en parte por fechas épicas que rememoran batallas ganadas -o no- por las fuerzas militares leales a la nación y por otra, nombres de destacados aristócratas preocupados de su propio concepto patriótico aprendido en Europa y que necesariamente los instalara en medio del concepto ‘prócer’, la crónica de un estallido anunciado yacía latente en cada una de las mezquindades derivadas del anhelo de algunos, nunca representativos de la cultura chilena.
Es así como, iniciadas las movilizaciones, surge espontáneamente este deseo de resignificar los espacios públicos, sobre todo, aquellos que fueron cediendo a la delincuencia debido al poco interés del ciudadano común por atender aquello que no ‘produce’ y no ‘rentabiliza’ como, por ejemplo, simplemente dejar ir algunos minutos en el banco de una plaza cualquiera. Expropiado nuestro tiempo de ocio, toda obligación de permanencia sería única y exclusivamente para los espacios productivos.
Llegado aquel providencial 18 de octubre de 2019 -el inicio del resto de nuestro días- la ciudadanía comenzó a reconocer y reconocerse en aquellos espacios, ya no de paso sino de permanencia y como acto reflejo, autónomo y vivo, comenzó a renombrar los espacios que la historiografía había destinado a lo marcial, a lo europeo, a lo ajeno. Plaza Baquedano (General de Ejército) -mal llamada Plaza Italia- pasó inmediatamente a llamarse “Plaza de la Dignidad” ¿Por qué? Fácil. Es lo que faltaba, se resignifica con aquello que no tenía nombre en lo público y, por lo tanto, no tenía espacio en nuestra historia: la Dignidad.
Desde la lingüística se entiende que nombrar lugares y objetos obedece a la normalidad de mantenernos a salvo en lo conocido. Los navegantes -por ejemplo- ponían nombres a sus barcos para poder contar con ellos, ya que su vida estaba a merced de aquel armatoste. La “Plaza de la Dignidad” es hoy el epicentro de cada una de las manifestaciones que sofoca al ‘statu quo’ y como un navío cobija las voluntades de millones de chilenos en el tránsito a una sociedad más justa. Nombrar articula de forma instantánea un vínculo emocional inquebrantable. Designamos las cosas -en una recuperación social legítima- porque es la única forma que nos queda de propiedad, de acercarnos a eso que se observa como distante e intocable.
Nombrar se convierte en un gesto liberador, pero además de pertenencia. Nombramos algo para tener poder sobre aquello. Como la historia de Jacob y su lucha con el ángel en Peniel indicada en el libro del Génesis. La disputa entre un hombre y Dios donde prevalece de cierta manera el hombre, sin embargo, como era costumbre de la divinidad, Jacob tuvo que cambiar su nombre a Israel, algo así como “el que lucha con Dios”, porque hasta en la derrota Dios tiene poder y control sobre los hombres resignificando su condición desde el nombre. No está de más recordar que en el mismo libro sagrado Jesús va por la vida cambiándole el nombre a cuanto apóstol se le cruza generando desde allí una relación de pertenencia innegable.
Es bueno recordar, también, que días antes y previo a la histórica huelga general feminista del 8 de marzo del mismo año -que llegó a convocar más de un millón de personas en absoluta tranquilidad- varias estaciones del Metro de Santiago aparecieron con su nombre modificado para recordar a mujeres importantes en la historia de Chile y a quienes fueran víctimas de violencia machista. Nuevamente, designar y recuperar desde esta especie de bautizo público lugares de paso, impersonales para transformarlos en ejes de la acción cívica se conforma como un imperativo en cualquier tipo de revolución. Desde Elena Caffarena -impulsora del voto femenino- hasta Violeta Parra -artista universal-, las mujeres, todas, aparecen y se visibilizan mediante sus iguales en el espacio público al momento de que sus nombres se reconocen en lo urbano.
Luego del asesinato a golpes por parte de personal de Carabineros de Chile a un poblador de Maipú -5 días de comenzadas las manifestaciones- quien se movilizaba de forma pacífica por sus derechos, la comunidad exige a Metro de Santiago cambiar el nombre de la estación ‘Del Sol’ donde se cometió el crimen por “Centro Cultural Álex Núñez”. El espacio, evidentemente, ha sido resignificado por la ignominia allí vivida y recuperada desde el arte, no desde el abstracto sinsentido de su denominación anterior.
¿Será por eso que el poder de turno evita ciertas palabras? ¿Por qué es tan complejo mencionar la Asamblea constituyente? Convenientemente el Estado apela a términos de plano eufemísticos como “Convención constituyente”, ya que la “Asamblea” tiene mucho de gente, de popular, de aquello que nunca legitimaron ni reconocieron, lo que pensaban los otros.
Sin embargo, también hay bemoles a la estrategia de designar para ser parte de algo superior. Entre noviembre y diciembre de 2019 dos ciudadanos sometieron a trámite la inscripción de la frase “Estallido Social”, convenientemente y para fines comerciales. El Instituto nacional de propiedad intelectual (Inapi) dio luz verde a la petición del primer individuo para que el texto fuera usado con total ‘propiedad’ en la designación de programas de espectáculos de todo tipo hasta restaurantes y cafeterías. Pendiente quedó solo la moción del segundo usuario para incluir la frase en prendas de vestir. La fuerza del gesto, de la frase nombrada quedaba expuesta al intercambio más banal del que una designación puede proveer.
Más allá del eventual abuso comercial previsto, los alcances positivos al gesto de resignificar superan con creces esas vulgares perversiones propias del paradigma que colapsa. Como diría George Steiner “Lo que no se nombra no existe” situación que pone en el espectro visible aquellas personas y valores que fueron invisibilizados por ser considerados abyectos y parias en un mundo donde la triste acumulación de bienes se convirtió en la moral de turno. Etiquetamos con “Dignidad”, “Justicia” “Equidad” y “Libertad” muchos de los espacios que antes le pertenecían a la ciudad y no a los ciudadanos y, en ese gesto, los traemos a la existencia.
Nicanor Parra clamaba que “el poeta no cumple su palabra si no cambia el nombre de las cosas” porque esa función de revelar es propia de quien crea su propia realidad y la de otros. En vista y considerando que desde el punto de vista platónico la poética es acción necesariamente política, lo que hoy acontece en nuestro país se hace cargo del guante lanzado por el sanfabianino y se yergue como un mágico borrador que abre espacio para que nuevos significados configuren los cimientos del Chile que nace. Al parecer la “Desdicha” que anticipaba el significado del Cerro Huelén en manos de la Santa Lucía será exorcizada, poco a poco, mediante la palabra que designa un nuevo dominio.
*Periodista e investigador en pensamiento crítico.