Mate Guerra: Chile, el ejemplo
La crisis desatada desde el mes de octubre, pese al dolor y a las víctimas que van quedando en el camino, es la rabia que lleva a cuestas durante décadas un pueblo cansado.
Por Mate Guerra, periodista (Texto y Fotos)
Lo que se vive en Chile es por fin el inicio del final de la dictadura. De nosotros depende no bajar la guardia. Toda la clase política, todos nosotros, hemos sido cómplices de su permanencia a través del tiempo y enceguecidos por un sistema económico desgarrador que todos llaman Neoliberalismo.
La pobreza disfrazada de riqueza, con las deudas por las nubes, sin acceso a la educación, a la salud, a los servicios básicos, ni siquiera el agua se salva. Mucho consumo, tarjetas de créditos que engordan las billeteras, demasiados coches de alta gama, centros comerciales abarrotados, casas lujosas, pero el pueblo, más de la mitad, tiene cerradas las puertas a una vida digna.
No es sólo la Constitución del 80, es el sistema estructural. Es la sombra de Milton Friedman, aquel hombre que recibió el Premio Nobel de Economía en 1976 y que puso en práctica su teoría en Chile con la venia del dictador: privatizaciones por doquier, supresión del control de precios y todo ello dejando en mínimos el gasto público. Hace 30 años que Chile creyó haber recuperado la democracia. No era verdad.
El Neoliberalismo es una dictadura, de las más hipócritas, con vestido de democracia, peligrosa, muy peligrosa.
Un grupo de niñas colegialas tuvo que hacer sonar el despertador, saltando las vallas del metro para que el pueblo pasara. Era la protesta por un alza en el pasaje, pero también mucho más que eso. Se desató la locura y el Gobierno de Sebastián Piñera mostró su esencia sacando a los militares a las calles y usando la represión, como sólo los dictadores lo saben hacer. Sus intervenciones, con el rostro desencajado, eran respaldadas por la figura del ministro de Defensa, Alberto Espina, a quien recuerdo hablando con buenas palabras del ‘general Pinochet’. La memoria existe.
Desde un lugar de España, en plena madrugada seguí de cerca el acuerdo en el Congreso para redactar una nueva Constitución, previo plebiscito. Ahí estaban, todos juntos, aquellos políticos que lucharon por la recuperación de la democracia y otros que fueron cómplices a lo menos con el silencio de la barbarie de la dictadura. Y ahora todos convertidos en demócratas y lo que es peor, elegidos a través del voto en las urnas. Ellos nos proponen cambiar la Constitución. Por seguro que es necesaria una reforma constitucional, pero la impunidad no puede quedar a sus anchas.
La crisis desatada desde el mes de octubre, pese al dolor y a las víctimas que van quedando en el camino, es la rabia que lleva a cuestas durante décadas un pueblo cansado. Y no sólo en Chile, en toda América Latina y allá donde la dictadura Neoliberal hace de las suyas. Es el inicio del desplome de un sistema económico e ideológico. Y en este sentido es el pueblo chileno es el que está llevando la batuta. Un ejemplo. Algo insoportable para los poderes facticos que han echado andar su maquinaria a todo trapo, a todo rendimiento, con los medios de comunicación “sus medios” como escudo.
TRUMP, POR LA BOCA MUERE EL PEZ
En medio de la crisis en Chile, vino el golpe militar en Bolivia, en un momento muy significativo para el Neoliberalismo. Había que hacer una demostración de fuerza a nivel continental. No sólo regresaron los crucifijos al ejecutivo del vecino país. Lo más temerario vino de la boca de Donald Trump que no tardó en lanzar su advertencia. “Esta es una clara señal para quienes piensen en establecer gobiernos ilegítimos”. Sus palabras pasaron desapercibidas, pero el mensaje fue claro y contundente.
Lo que sucede en Chile es el inicio de un sistema que comienza a hacer aguas por todos lados. La pobreza habla y se rebela. Y el monstruo está preparado para atacar.
Desde mi cómodo sofá en un lugar de España escuché que las protestas en las calles de Santiago son encabezadas por delincuentes dispuestos a todo tipo de tropelías. Aquel día, tras oír esa información, decidí partir a Chile, con el seso abierto, una maleta, mi ordenador, una cámara de fotos, varias zapatillas cómodas y poca ropa. Sentí ganas de comprobar por mí misma los acontecimientos. Sentí ganas de tirar piedras y mis pulgares al ordenador. Contar lo que pasa, vivir la historia. He invertido mis ahorros. Habito en un lugar de España, da igual cuál. Mi vida no importa, es la de todos. Recién veo en el telediario español –y por fin– una información sobre los acontecimientos en Chile. Dicen que es peligroso. Más peligroso es quedarse brazos cruzados.
Y aquí estoy. Por las tardes voy a las protestas en plena Alameda. Los que están allí son jóvenes, chicos y chicas que se ayudan para hacer frente a los gases que cortan la respiración y nublan la vista. La solidaridad y la valentía conmueven, son soldados del pueblo, de su pueblo que a estas alturas ya no tienen nada que perder. Salvar la dignidad. El gobierno ha anunciado que en diciembre incorporará a dos mil quinientos policías. Piñera está en guerra contra su gente. Y seguramente habrá infiltrados, para justificar la violencia. La política del terror.
Lo más dramático que podría suceder es que con el pasar de los días el país volviese a caer en el letargo, desorientado en medio de un sistema poderoso y con tentáculos que aprietan y estrangulan. En declaraciones al matutino La Tercera, Enrique Gatica, padre del joven estudiante Gustavo Gatica, que perdió sus ojos, afirma: “Lo más doloroso que podría pasar sería volver a esa normalidad de la que queríamos arrancar, de la que queríamos salir y, a la vez, que haya impunidad”. Chile, un ejemplo.