Por Miguel M. Reyes Almarza*
Las vacaciones de invierno, este tiempo de niños ávidos de entretención, llegaron a su fin. El cine, obviamente no es una excepción y como todos los años sucumbió ante la invasión con sus salas atestadas de comida, conversaciones en voz alta, llantos de infantes convertidos muy tempranamente en telespectadores y gritos de felicidad de los más grandes.
Las productoras, por su parte, detuvieron o aceleraron sus proyectos –la mayoría animados– para coincidir con esta fiebre cinematográfica, las filas son interminables ya sea ´matinée’, ‘vermouth’ o noche, no hay horario que esté exento de este mar humano.
Sin embargo esta temporada invernal tuvo algo distinto y no es precisamente la cartelera que transita desde el criticado ´live action’ del Rey León hasta una de tantas –e incontables– entregas de Spider Man.
Esta pausa a mitad de año trajo consigo el final de una gran producción, Toy Story (Pixar-Disney) que en su cuarta parte y final –y a 24 años de su debut– cierra definitivamente una de las sagas más importantes de la animación y la primera diseñada en su totalidad con efectos digitales.
Veremos por última vez las peripecias de Woody, el vaquero –en la voz de Tom Hanks– quien, entre aventura y desventura, se niega a aceptar la realidad de que en el mundo de los humanos todo cambia. No es malo mantenerse con el alma joven, sin embargo este guiño al síndrome de Peter Pan tan explorado en la animación y tan eficiente en las ganancias –a estas alturas no es fácil saber si los adultos acompañan a los niños a ver la película o es al revés– debe tener un final, y para Toy Story ese final es precisamente entender que hay ciertas cosas que deben dejarse atrás, incluso una historia que no tenía más espacio para su exploración lineal –más allá de que pueda existir un futuro ‘spin off’– basada en un argumento que toca y se relaciona directamente con la madurez de los niños protagonistas y aquellos que crecieron, de este lado de la pantalla con la ficción de los juguetes parlantes.
Es un cuarto de siglo que termina dejando uno de los anticlímax más duros para esos tantos pequeños de hoy que se integraron tarde a la saga y para aquellos que eran niños en 1995 y deben aceptar con estoicismo que parte de su infancia desaparece con el paso acelerado de los créditos finales.
En el fondo, es el final abrupto que llama a despertar a la adultez, como lo hizo Salinger con The Catcher in the Rye, pero en clave ‘todo espectador’. Como diría Buzz Lightyear, el amigo fiel del protagonista ¡Adiós vaquero!
★★☆☆☆ (2 sobre 5)
*Periodista