España en su encrucijada (II): Los márgenes del camino

Los caminos por los que avanzamos personas y pueblos están repletos de encrucijadas que multiplican las alternativas de errar o acertar.

Por Francisco J. Lozano*

Quienes nos han precedido tuvieron que transitar caminos que su tiempo y sus circunstancias pusieron bajo sus pies. Juzgar sus pasos es complejo porque depende de la mirada que se aplica desde el presente, un territorio poblado de juicios y prejuicios siempre cambiantes.

En España, por ejemplo, todas las miradas hacia nuestro pasado tropiezan con el muro de la guerra civil del 36. Es un muro tan elevado que su sombra se proyecta sobre todos los tiempos previos.

Francisco Javier Lozano

En Europa, las miradas al pasado colapsan ante la magnitud del muro que construyeron las dos grandes guerras mundiales de las que nuestro continente fue principal responsable y, por encima de todo ello, frente a la devastación moral que supuso la irrupción de una ideología identitaria supremacista que transformó el resentimiento en odio y el rechazo al ‘otro’ en deseo de aniquilación.

Durante esta primera mitad del año he tenido ocasión de recorrer tres de esos caminos de dolor. El primero de ellos lo transitó un genio creativo de la literatura del siglo XX, Federico García Lorca, cuyo asesinato en agosto del 36, apenas iniciada la guerra civil, anticipó las dimensiones de crueldad que acompañaron a esa contienda fratricida.

Unas entradas regaladas por mi aniversario me abrieron las puertas de un teatro de Barcelona en donde (sin yo saberlo) llevaba meses triunfando ‘Federico García’, una exquisita fusión de interpretación, canto, baile y documental bajo la dirección de Pep Tosar.

En los primeros compases de la obra una cámara en movimiento nos hace experimentar que avanzamos por un camino de tierra, un poco más allá del barranco de Víznar (según investigó el hispanista Ian Gibson), no muy lejos de la ciudad de Granada. El crepitar lento de las piedras bajo el peso de unas pisadas lentas, atemorizadas, inunda la acústica del teatro y estremece los corazones de los espectadores.

Todo es silencio en los márgenes de aquel camino que fue testigo, de madrugada, del último paseo de Lorca y de otros tres infortunados que con él dejaron allí sus futuros por hacer. Tenía el poeta treinta y ocho años.

‘Federico García’ es la historia de un camino vital desde la infancia de Lorca hasta aquel fatídico día; un camino a veces de acero, como el de los raíles por los que circularon los trenes que lo llevaron, apenas veinteañero, desde tierras granadinas a Madrid o a Cadaqués o, en su viaje final de retorno a su Granada familiar para citarse, sin quererlo, con su trágico destino; otras veces, de saladas aguas como las del Atlántico que surcó para agitanar Nueva York, embriagarse de los ritmos cubanos y triunfar en Sudamérica; otras, en fin, de polvorienta tierra o precario asfalto como el de las carreteras de la España interior por las que deambuló con la compañía de teatro universitario La Barraca para regar con cultura a las clases populares.

Nos relatan en la obra un camino de pasión por la vida y por las letras, de sensibilidad y sensualidad contenida, de pudor y desparpajo a la vez. Aprendió del mundo rural las claves del duende, del sentir básico y auténtico, y le devolvió a cambio educación.

Nos dice el hispanista Allen Josephs al final de su intervención, con un tono entre amargo y emocionado, que la muerte de Lorca es ‘la muerte que no cesa’. Así seguirá. Escuché decir a Pep Tosar que ‘la herida de la guerra sigue supurando’. Y ‘Federico García’ remueve profundamente esa herida cuando asistimos a la interrupción abrupta de una vida fértil y esplendorosa. Ese final, de gran fuerza poética, con el bailaor haciéndose uno con la imagen serena del poeta en pie, es la quintaesencia de tantos otros miles de vidas truncadas a uno y otro lado del conflicto.

Fui otras dos veces al teatro, y todavía me sabe a poco. La obra tiene previsto girar por Sudamérica próximamente. Quienes tengan ocasión de verla, no lo duden ni un segundo.

El segundo camino de dolor lo recorrí por la corta callecita que conecta la pensión en la que murieron, en febrero de 1939, el poeta Antonio Machado y su madre, con el antiguo cementerio del pueblecito francés de Colliure, bañado por aguas del Mediterráneo, a apenas cuarenta kilómetros de la frontera española.

Allí reposan los restos del escritor que más aprecio y admiro, un exiliado más de los miles que tuvieron que huir de una España cuyo corazón acabó por romperse en dos mitades, tan helada la una como la otra por más que nuestra guerra civil se escribiera como una historia de vencedores y vencidos. Machado intuyó y versó esta gélida profecía muchos años antes.

Han pasado ya ochenta años, pero no los suficientes como para superar demasiados sentimientos entremezclados, unos de dolor y reclamo de reparación, otros de orgullo y altivez, unos de necesidad de olvido, otros de exigencia de memoria. Los márgenes de algunos caminos siguen clamando dignidad.

En el silencio respetuoso del cementerio, frente a la tumba cubierta con flores renovadas, se me hizo ensordecedor el ruido del fracaso colectivo que la contienda significó para todos nuestros pueblos, del cual nuestro presente crispado por demasiadas irresponsabilidades públicas demuestra cuán poco hemos aprendido.

Un tercer y último camino me esperaba hace tan sólo dos semanas en el escenario de una aula de teatro amateur en el campus de la Ciutadella de la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona, en donde un puñado de universitarios nos impresionaron con su montaje ‘Terror i Misèria’, sobre textos de Kresmann Taylor, Primo Levi, Brecht, Montserrat Roig y Niemöller.

El terror era el vivido en cualquiera de los campos de concentración que ensuciaron el paisaje europeo el pasado siglo. La miseria fue la que experimentó la condición humana en la Alemania nazi, que evolucionó de la ignorancia al consentimiento y de éste al apoyo y al enloquecimiento final. Un aviso para navegantes. Para acceder al aula los espectadores teníamos que andar a lo largo de un pequeño tramo de vía antigua de tren, con sus traviesas de madera y piedras grises troceadas rellenando los huecos. Avanzábamos de manera ficticia hacia un campo de exterminio.

Los márgenes de los caminos que llevan a la actual Europa están jalonados, entre otras, por las almas que sufrieron el horror de esos campos. Quienes hoy ningunean la idea de Europa no ignoran de dónde venimos pero infravaloran los riesgos de a dónde quieren llevarnos.

*Licenciado en Ciencias Empresariales de la Universidad de Barcelona.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.

El Periodista