La vertiginosa moda del Cyber Day

El cyber day que, como toda siutiquería comercial, es un anglicismo para satisfacer necesidades aspiraciones de compra, cuando no, sentirse parte de un mundo que aparece en televisión y al cual -con tarjeta- también puedo acceder.

Por Rodrigo Reyes Sangermani

Todo el mundo se vuelve loco, es como una enfermedad contagiosa; hoy es más fácil, se puede hacer desde la casa, en un computador de la oficina, desde el celular; nuestros ruts y números de tarjeta ya están registrados previamente, es cosa de hacer clics y llenarse de viajes a destinos soñados, de artefactos electrónicos de la más amplia gama, ropa, muebles, bicicletas autos de un modelo más nuevo.

Es hora de comprar, o más bien de seguir comprando, en la vertiginosa moda del cyber day.

Es el país que hemos construido y el que -al parecer- más nos acomoda, una sociedad construida desde el consumo y para el consumo; desde la voracidad vacía del mal, del cambio permanente: de auto, de celular, pero también de conversaciones, de amistades y afectos sinceros y profundos.

No se trata de estar en contra del progreso ni de la satisfacción personal que produce la búsqueda del bienestar individual; todos queremos mejor acceso a bienes y servicios, y gracias a la industrialización y la tecnología, en general la humanidad ha visto facilitar sus medios de transporte y comunicación, acceder a mejor alimentación y vestuario, tener Internet y ser parte de una revolución cultural aún difícil de dimensionar para quienes todavía la estamos viviendo, sin embargo, cuando todo es consumir, cuando el día de la madre no es si no hay un regalo en el centro comercial o nos volcamos a las redes internáuticas en estos días para comprar algo que en general no necesitamos, pero que viene a satisfacer un sentimiento de carencia material o de no pertenencia a una cultura donde la marca, el prestigio, la clase, son superiores al beneficio buscado o al atributo específico de un artefacto, de un bien específico, que produce bienestar.

Pero toda esta vorágine no sería tal si, como si fuera poco, nuestra economía no girara en torno al consumo, a la renovación permanente de artículos de una programada de inaceptable obsolescencia industrializada; pero los sueldos son bajos, la mediana en Chile está cerca de los 500 mil pesos mensuales, un poco superior al ingreso promedio de los chilenos, que, sabemos, oculta una cifra aún más baja en la mayoría disimulada por la riqueza de un puñado de personas más ricas. Es decir, un contexto ciudadano con altos niveles de consumo y endeudamiento, sueldos bajos, bajo nivel cultural, y además en un país donde debemos pagar por todo, por una educación pública pero precaria, por un trasporte caro y disfuncional, por una salud que no se puede dar el gusto de atender enfermos, y por un sistema previsional que castiga a los pensionados, en definitiva, un cóctel tan peligroso que no sólo no nos permite dar un salto hacia adelante en desarrollo e innovación, qué decir en pretender construir un país y una identidad cultural que nos permita competir con cierta dignidad en el intercambio económico y cultural de la globalización, si no apenas a poder vivir a medias, medios depresivos medio cansados y medio endeudados con nuestro propio destino social.

Vivimos un sistema político económico para las élites, para un país dividido desigualmente entre un acotado estándar europeo (aunque más conservador, ignorante y arribista) y una importante masa de clase media empobrecida con alta capacidad de endeudamiento y acceso a bienes de consumo que hace 30 años no soñaban.

A lo anterior le sumamos una televisión pública (y privada) que hace de la reiteración de las imágenes de violencia, un leitmotiv en sus matinales, alimentadas por conversaciones necias, sin matices, de maniquíes, famosas y futbolistas, con temáticas alimentadas de su propio protagonismo frívolo y chabacano que tanto gusta a la gente; no hay otro cine que el de los de superhéroes y cabritas, otra música que la que se decide en Florida o las Vegas, otro arte que el grafiti impostor.

El cyber day, que como toda siutiquería comercial, es un anglicismo para satisfacer necesidades aspiraciones de compra, cuando no, sentirse parte de un mundo que aparece en televisión y al cual -con tarjeta- también puedo acceder. No hay límites para el consumo, ni tampoco para las gigantografías y la verborreica publicidad que inunda hasta los rincones íntimos de mi teléfono los domingos en la tarde, los grandes lienzos que penden de los edificios, enormes pantallas led encandilando el tráfago de las calles y avenidas, el volumen superlativo de los spots de televisión prometiéndonos valores y afectos asociados a marcas de múltiples colores, periodistas radiales disimulando frases comerciales en sus comentarios noticiosos.

No hay salud, el Chile del retail ha venido a reemplazar los espacios generosos de la conversación inteligente, del buen gusto, de la modestia, de la cultura, del bien común sobre el individualismo atroz, del sentido ciudadano, de la paz social, del respeto y la tolerancia, de vernos a todos como iguales en derechos y oportunidades, de reconocernos seres de un destino común.

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El Periodista