Deriva, editado por El Periodista, es la primera novela de Cristóbal Aguiló, presentada el jueves 28 en la librería Ulises del barrio Lastarria por las escritoras Marcela Serrano y Montserrat Martorell. La obra, cuyo valor es de 9 mil pesos, da inicio a la colección Mi primera edición, una puerta de entrada a la literatura para nuevos escritores. A continuación la presentación de la autora de «Nosotras que nos queremos tanto».
“Deriva” es el título de la primera novela de Cristóbal Aguiló. Repito, primera novela. Cuánta valentía se requiere, tomar la decisión de sumergirse en aguas aparentemente claras y límpidas arriesgándose a las feroces corrientes del interior, borrascas desconocidas e infrecuentadas, sin sospechar qué fondo espera.
¿Por qué escribir una novela? ¿Para sortear la deriva? La novela es una incesante compulsión, escondida dentro de los más insospechados espíritus. Alguno dirá, para transformar la realidad a través del lenguaje. Para ordenarla, desordenándola, imaginarla diferente. Para no vivir en la inmediatez. Para no asfixiarse en la tiranía cotidiana y ensayar una vida más allá de la vida. Para dar a conocer lo desconocido que hay en nosotros, dejándolo siempre inaprehendido, a un paso por delante nuestro. Se escribe para no mentir. Para no morirse.
Rilke fue tajante: si puedes vivir sin escribir, no escribas. Cristóbal Aguiló está en el momento exacto en que puede escuchar a Rilke y escapar a perderse. Más tarde se le hará difícil.
Esta historia cuenta con dos personajes protagónicos: el hijo, Javier, y el padre, Ernesto. Javier, nacido en 1988, se demoró mucho en salir del vientre de su madre porque afuera llovía más fuerte que de costumbre. Ernesto, nacido en 1963, amante de la agricultura, es básicamente colo-colino y un enamorado que se toma una licencia de cuatro meses del trabajo porque lo abandonó su mujer. Defino las fechas de nacimiento, no para entrar en detalles, sino para enfatizar lo que más que atrajo de esta novela: las generaciones.
El autor utiliza la primera persona para varios de los relatos cortos que van componiendo esta historia. De este modo escuchamos la voz de Javier y la de Ernesto entrelazándose, cambiando de tiempos y espacios, cubriendo así sus vidas y las de sus cercanos, enterándonos incluso qué piensa cada uno del otro. Esto ha sido narrado con cuidado y sencillez y con una asombrosa exactitud. Como diría Flaubert, todo esta en los detalles. En ese departamento, Aguiló nunca se pierde. A propósito de la sencillez, es habitual que en las primeras novelas pequen de cierta pedantería y pretensión. Me imagino que eso sucede para ocultar la incipiente destreza en el oficio. Aguiló ha escrito con honestidad, eso se reconoce de inmediato en un texto, y con cariño hacia sus personajes, sean estos miserables o no. Y aquello será agradecido por el lector.
Me refería anteriormente al tema de las generaciones. Desde ese punto de vista, es una novela política. Ojo, no es política porque relate evento de esa índole, que si lo hace, sino por la sustancia cultural de cada época.
Javier nos habla desde el 2011, en plena revolución estudiantil durante el primer gobierno de Piñera. Ernesto, en los ochenta, cuando el Partido Comunista decide forma un brazo armado para pelear contra la dictadura de Pinochet.
Los relatos de cada uno difieren como el agua y el aceite. No sé cuánto lo previó el autor, pero lo que desprende el lenguaje en un caso y el otro es tan diferente como sus propias situaciones, lo aplaudo por ello.
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Los actuales milenials pueden criticar cuánto deseen a las generaciones de sus padres, y con variadas razones. Si la comunicación entre el padre y el hijo de esta novela hubiese sido más fluida, habríamos escuchado, como en sordina, a Javier enrostrando a Ernesto: tu generación se dejó convencer y llevar por una manera de hacer política que terminó embadurnando a la cultura cívica y a la imagen de la política misma. Además, nos han heredado un planeta destruido por pura falta de visión y voluntad. Y más encima nos riman con sospecha porque creemos en lo subjetivo, en lo personal. Esto es rechazado porque forma parte de un discurso que no es argumentativo ni académico. Ustedes, los que se creyeron héroes, eran poseedores de verdades indiscutibles mientras nosotros hemos aprendido que todo es relativo.
Suma y sigue. La lista de Javier sería larga.
Y la respuesta de Ernesto, corta y nostálgica: aun así, no pueden ignorar ni quitarnos el haber vivido una épica determinada de la cual ustedes carecen.
El personaje de Ernesto, dentro de esta épica, comete grandes equivocaciones, pero son los mejores capítulos de la novela, los que derrochan pasión e identidad. Se pasea entre Cuba y Nicaragua, los entrenamientos militares, las armas y el desamparo. El cree en el amor y jamás se habría contentado con una visa de pareja que implicase la construcción de una soledad para dos. La entrega es esencial, así como la generosidad y la postergación de los proyectos personales. Al final todo es inútil, fracasa en cada una de sus misiones, hasta en lo más querido: su propio matrimonio.
En cambio, el presente, en voz de Javier, se manifiesta plano, inmediato y trivial. Si apartamos el amor y el afecto, que en este caso se despliega básicamente en la familia, da la impresión de que nada significativo lo sujeta, nada lo ancla a algo, más allá de sí mismo. Sin fracasos, pero tampoco con triunfos.
Y me pregunto, como fiel representante de mi propia generación, si la vida se justifica en ese solo registro. ¿Será que lo colectivo es nuestra adicción y no nos hace sentido vivir encerrados solo en nuestro yo? Sea cual fuera la respuesta, solo confirmo el privilegio de haber sido joven entonces y no ahora y evitar el estar a la deriva.
Resta preguntarle a Cristóbal Aguiló, ¿cómo se sortea ésta?