Daniel Ramírez, filósofo: ¿Y si lo que faltara es Democracia?
¿Están evolucionando las sociedades? ¿Avanza la justicia, el derecho, la paz? ¿Progresa la libertad, el respeto, la equidad? Pareciera que no. Gobiernos intolerantes, nacionalismos, xenofobia; movimientos intransigentes, enfrentamientos, represión. Chalecos amarillos en Francia, asesinatos en la Araucanía; huelgas duras, diálogos de sordos; elecciones con abstención masiva llevando a neofascistas al poder; instituciones anquilosadas que bloquean la voluntad popular; constituciones heredadas de regímenes impresentables.
Por Daniel Ramírez*
Las divisiones se agravan entre las ideologías, los abismos se ahondan entre las clases, la desconfianza crece entre los pueblos. La mentira se esparce, la inteligencia se ve acorralada por la simplificación, las ideas remplazadas por slogans, los conceptos por estereotipos, el diálogo por gritos, los argumentos por bombas, molotov, lacrimógenas o peor; la negociaciones por balas, de goma o de plomo. Todo eso mientras el planeta se calienta, las especies vivientes desaparecen, los mares se contaminan, la tierra se envenena. Y las clases gobernantes siguen oscilando entre esa evidencia y la ceguera, distraídos en cocteles financiados por lobbies.
¿Qué nos ha pasado?
O mejor dicho, ¿que nos ha faltado? ¿Qué nos hemos perdido en las sociedades modernas? ¿Cuándo dejamos de avanzar? Las historias y las mentalidades son diferentes, pero hay elementos comunes en muchas culturas: la aspiración a la libertad, el deseo de paz y justicia, la confianza en el conocimiento, en el esfuerzo compartido, en el respeto por la dignidad. Son demasiadas cosas que debieran ser reorientadas, reparadas, revivificadas, reconstruidas, repensadas.
Voy a avanzar la idea que hay una que es tal vez más decisiva y la más urgente. Y también más difícil: la democracia.
¿Vivimos realmente en democracia? Y si lo fuera, ¿Resolvería ello los problemas? Tal vez no. No todos. Pero ello no nos exime de hacernos esa pregunta. Y ¿qué es la democracia? Según Abraham Lincoln: “la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. ¿Se habrá entendido?
Otra idea, que encontramos en los antiguos griegos: “El principio de la democracia es ser a su turno gobernantes y gobernados” (Aristóteles).
Comencemos por Lincoln. ¿Por qué esa variaciones gramaticales? Si es necesario que el gobierno sea “del” pueblo, simplemente es porque durante mucho tiempo el gobierno fue el de la nobleza, o de una casta, que gobernaba al pueblo. La preposición “de” es importante que se entienda en el sentido de pertenencia, no de simple aplicación a un objeto, como el gerente de la empresa o el jefe del cuartel, porque entonces el gobierno “del” pueblo se entiende (y es así como se hace mayoritariamente) como aquel que gobierna al pueblo.
¿Por qué entonces “por” el pueblo? Es posible que muchas veces alguien se autodenomine o se haga elegir “representante”, “la voz del pueblo”, “el caudillo” o “el partido” del pueblo. De lo que se trata es que no haya tal cosa: el pueblo mismo se gobierna.
El “para” nos habla de la finalidad: ¿En favor de quién se gobierna? Si el representante o elegido del pueblo gobierna para intereses extranjeros o para el bien de unos cuantos, se ve la importancia de la preposición. La frase puede fácilmente malinterpretarse y traer de contrabando el sentido siguiente, que se esclarece intercalando con malicia algunos paréntesis y variaciones: se trata de gobernar al pueblo, por (una parte, los elegidos d)el pueblo, para (los intereses de los privilegiados d)el pueblo.
Si nos volvemos hacia Aristóteles, parece evidente que una inmensa mayoría sabe perfectamente que nunca podrá estar en la posición de gobernante y que toda la vida será gobernada; así como que hay una estrecha capa de la población que será varias veces gobernante.
¿Se puede decir entonces que no estamos en democracia?
Se responderá que el absolutismo, que la dictadura o que el régimen totalitario… y que el sistema actual tendrá sus fallas, pero que es “el menos malo de todo los que se han conocido” (Churchill). Pero hoy en día, compararse a lo peor para no buscar mejorar nada es conformismo, es lo que le conviene a las elites del poder para auto-reproducirse y perpetuarse en el poder. Hay que comparar la democracia a la democracia, no a sus contrarios.
Y ocurre que el sistema representativo con elección mayoritaria de representantes y gobernantes que se aplica mayoritariamente en el mundo no es más que una de las formas de la democracia conocidas en la historia.
Tanto en la Atenas clásica, como en las Repúblicas toscanas del fin de la Edad Media (que son el origen del Renacimiento y luego de la modernidad), es decir las únicas democracias en sus épocas, como en Venecia e incluso en el reino de Aragón y las Cortes catalanas del siglo XIII y XIV, el modelo que se aplicó fue el sorteo de los miembros de la asamblea e incluso de los mandatarios; con muchas variaciones en los procedimientos, por supuesto, en lo que en Florencia se llamaba la “tratta”. En todo caso la elección por voto mayoritario no era el sistema preferido. Aristóteles lo había explicado claramente: “En cuanto a las magistraturas, el sorteo es considerado como propio a la democracia, la elección a la oligarquía”. Montesquieu, el teórico de la política moderna, lo reconocía: “El sufragio por la suerte está en la naturaleza de la democracia, el sufragio por elección en aquella de la aristocracia”.
¿Por qué se abandonó este sistema? En Florencia, se sabe: la familia Medicis, respaldada por los demás aristócratas se impusieron por sobre la democracia. Luego, cuando en el siglo XVIII las monarquías absolutas cayeron o fueron remplazadas por monarquías constitucionales o democracias, se prefirió la elección por voto mayoritario, asegurando que se elegiría así a los más competentes. En el siglo XIX ello tenía aún una justificación: las sociedades habían crecido enormemente y grandes proporciones de la población eran analfabetas, difícil imaginar asambleas en las que intervinieran campesinos sin que ninguno de ellos pudiera leer una ley o redactar un decreto.
Hoy en día no es el caso. Todo el mundo o casi, sabe leer y escribir y puede comprender lo que se juega en una u otra proposición de ley. Hay que alegar la necesidad de elevados niveles de pericia y conocimientos de expertos para pretender que “la gente” no está preparada. Pero se ve que no son “los mejores” (esto se dice “aristoi”, en griego, que da lugar a la aristocracia) los que gobiernan, sino los que han sido designados como tales por partidos y grupos de interés. Y por cierto, la mayoría de las veces no tienen todos los conocimientos necesarios sino que acuden, en sus funciones, a la ayuda de los famosos “expertos”, lo que parece lógico. Pero es evidente que personas ya conocidas, pudientes o influyentes familias, notables públicos, con recursos y contactos, tendrán cientos de veces más posibilidades de hacer una campaña que cualquier “don nadie”, o que “Pedro, Juan y Diego”, como dice el lenguaje popular.
Un teórico actual (Jacques Rancière) dice que “la democracia es el gobierno de aquel que no tiene títulos especiales para gobernar”. Lo que nos retrotrae a Aristóteles. La democracia sería el gobierno de los “don nadie”. Sí, por el contrario, Pedro, Juan y Diego, con todos los “don nadie” de una localidad, eligen un “representante”, habrá que asegurarse que ese representante no haga con su mandato lo que se le ocurra sino que verdaderamente re-presente a quienes lo han designado y que estarán ausentes en las sesiones. Es lo que se llama mandato obligatorio. Pero en la gran mayoría de las democracias representativas es un mandato libre el que se aplica; el diputado se supone que representa de manera abstracta al pueblo y no a la circunscripción que lo ha elegido, ni siquiera el partido que lo ha presentado. No hay que extrañarse entonces que una vez elegido haga lo que le convenga. Y aun cuando en su mandato sea coherente con las ideas de su campaña, quienes lo han designado tienen la impresión de no participar en nada.
Mira en El Periodista TV la entrevista donde Daniel Ramírez nos invita a pensar.
El voto es un acto libre, claro. Curioso acto, que inmediatamente realizado anula su libertad. “La libertad cae en la urna junto con el boletín de voto”, dijo un autor norteamericano, el ganador hará lo que quiera. En cambio, un miembro de una asamblea o de una comisión elegido por sorteo no es en realidad un representante, sino un extracto, una parte del pueblo mismo, que no tiene más que pensar y actuar como ya lo hacía antes. No es un “político profesional”. Por lo cual, la prohibición estricta de reelección es indispensable. El que ha sido designado simplemente no participa en el próximo sorteo. Por supuesto, de lo que se trata es que los designados deliberen, que participen a un proceso de reflexión colectiva –la esencia de la democracia participativa (que es la verdadera democracia) es que es deliberativa (Habermas)–. La inteligencia (o la pericia) es el producto de la cooperación entre varias o muchas subjetividades extraídas del pueblo mismo, y no de sus elites, ni de sus grupos de presión. La horizontalidad es el principio mismo de la democracia y la cooperación su modalidad práctica. Ya es hora de comenzar a anteponer ese principio en nuestros discursos, nuestras posiciones, nuestras reivindicaciones, si nos decimos demócratas.
Por supuesto, muchos dirán que es imposible, que no podemos ser gobernados por “cualquiera”, sin preparación, ni que una asamblea de “cualquieras” haga las leyes. Pregunta: ¿Los tan capacitados miembros de la elite actual, se equivocan menos? Y ¿qué impediría que esta “asamblea de ciudadanos” se haga asesorar por cuantos expertos quiera, tal como lo hacen actualmente nuestros ilustres gobernantes? Ya se le hace confianza a ese sistema para determinar un jurado en cortes criminales en muchas partes del mundo. Y los presupuestos participativos en ciudades como Porto Alegre, Sao Paulo y, actualmente, incluso París, han sido experimentados, a diversas escalas; y no ha habido catástrofe alguna. Las numerosas catástrofes (urbanísticas, arquitecturales, ambientales, industriales, económicas, diplomáticas, etc.) que la historia reciente muestra, son todas el producto de gobiernos y parlamentos de ilustres políticos profesionales, elegidos por voto mayoritario en costosas campañas.
Una solución provisoria y experimental, aplicable inmediatamente:
Si se observa la fuerte abstención en las elecciones actuales, se podría instituir un período en el que se necesite una mayoría absoluta de los electores (no de los votos expresados) para ser elegido. Se encontraría así una situación inédita, en que a una asamblea faltará un buen tercio o la mitad de sus componentes. Ahora bien: el número de escaños no ocupados será completado por miembros elegidos por sorteo. Si hay un 30 de abstención, votos nulos o blancos, el 30% de esa cámara será completado por sorteo. Cualquier ley o decisión que esa asamblea concluirá será el resultado de un proceso en el cual los representantes de partidos elegidos por voto tendrán que ponerse “al nivel” y hablar el lenguaje de todos (si se observa el actual, podemos apostar que el nivel en cuestión no bajará mucho), convencer y debatir con los simples ciudadanos designados por el azar.
Una solución a mediano plazo:
Este principio de completar por sorteo los escaños no habiendo alcanzado mayorías (reales) podrá ser mantenido en muchos niveles en que haya solo una asamblea. Pero en muchas constituciones actuales hay un sistema bicameral. ¿Por qué no remplazar una de esas cámaras por una Asamblea Ciudadana de miembros tirados por sorteo? El sistema bicameral tendrá entonces verdaderamente sentido. La dialéctica entre ambas instancias constituirá un diálogo entre la una, elegida por voto mayoritario, en la cual los partidos o asociaciones re-presentarán verdaderamente corrientes de pensamiento, ideas, convicciones, y la otra en la cual se expresará simplemente la voz de una muestra representativa de la opinión de los ciudadanos. Corresponderá a cada una de estas cámaras inventar el sistema más adecuado para que cada uno de sus miembros discuta e interactúe con el máximo de quienes no estarán en la asamblea (la “base”).
Y esta proposición no es más que una entre muchas posibilidades. El desafío es la invención de una vasta ingeniería política para que ningún ciudadano se sienta excluido.
No hay que aceptar que se siga calificando de “utópicas” estas ideas. Son simplemente ideas demócratas. Estamos tan acostumbrados a ideas oligárquicas (el gobierno de unos pocos) que constituyen aristocracias (gobierno de los supuestos mejores), que la simple expresión de ideas democráticas parece revolucionaria. No lo es. Es lo mínimo que podemos hacer para evitar las catástrofes que ya están a la vista. Y es posible, hay que atreverse a proponerlo. ¡Basta de cobardía! La democracia hay que reinventarla u olvidarse de ella.
*Doctor en Filosofía (La Sorbona)