Francisco J. Lozano: Esbozos para la rebelión de los ciudadanos (III)
Por encima de cualquier otro, la paz es el mayor de los bienes a los que comúnmente debemos aspirar. Todos los demás palidecen a su lado.
Por Francisco J. Lozano*
La humanidad ha perdido todas las guerras en las que ha participado. Han sido, esencialmente, confrontaciones fratricidas porque en ellas se han enfrentado, una y otra vez a lo largo de la historia, miembros de la misma familia, parientes lejanos de aquel tronco común del que toda la raza humana desciende. Convendría de vez en cuando aplicar esta perspectiva, por más que parezca forzada. Llevamos siglos insistiendo en diferenciarnos entre nosotros, en reforzar, sublimar, idealizar, las pocas cosas que nos hacen ligeramente distintos, fortificando las ciudadelas mentales (mucho más peligrosas que las físicas) en la que nuestros egos identitarios se sienten protegidos y reconocidos. El lobo egoísta al que me referí en mi anterior artículo (ver www.elperiodista.cl) puede pasarse toda una vida en su rol de depredador económico pero ¡cuidado!, también puede transformarse súbitamente en un lobo sanguinario si se dan las circunstancias adecuadas. Nuestra animalidad más primaria está contenida bajo capas de normas de convivencia, maduradas a golpes de conflictos, de dolor y de pérdidas, que nos sujetan precariamente al árbol de la racionalidad, tanto a nivel individual como colectivo. Muchas veces lleva rompiéndose esta cuerda desde el amanecer de los tiempos, liberando a la peor versión de nosotros mismos. El pasado siglo XX, sin duda alguna, elevó esta parte oscura de nuestra mente colectiva a la categoría de locura. Las dos primeras guerras globales de la historia se condensan en un período de apenas treinta años, con un balance de vidas interrumpidas que supera lo concebible.
El 11 de noviembre de este año 2018 se cumplen cien años del final de la primera de estas contiendas de alcance mundial, de cuya mala digestión germinó la segunda y que inauguró una nueva era de destrucción tecnificada, eficiente y masiva. En el imaginario colectivo de todo el planeta la nación alemana ha quedado señalada como principal responsable de ambos desastres (algo matizable en lo que se refiere al primero de ellos, dicho sea de paso) y ambos los perdió, militar y moralmente. Ha sido precisamente en su capital, Berlín, en donde el pasado 11 y 12 de octubre se celebró una conferencia internacional organizada por la Freie Universität de esta ciudad y con el apoyo de los gobiernos alemán y francés, con el título “Winning Peace: The end of the First World War with its history, remembrance and current challenges”. Ganando la paz… Ganando la paz. De la mano (y por iniciativa) de mi hijo, estudiante de primer curso de Ciencias Políticas y apasionado de la historia de la Gran Guerra, acudí al reclamo de un lema tan sugerente como necesario en estos tiempos convulsos de lenguaje beligerante en lo político, de irascibilidad social in crescendo y de resurgir por doquier de populismos intransigentes con regusto a vintage de infausta memoria.
En el salón de actos del sobrio edificio del Auswärtiges Amt (Ministerio Federal de Asuntos Exteriores de Alemania) disfrutamos del privilegio de dos intensos días de debates entre académicos de universidades de primera fila (Oxford, Cambridge, La Sorbona de París, la Chapman de California, la Columbia de New York, la Witwatersand de Johannesburg, la Australian National de Canberra,…), prestigiosos políticos y periodistas y altos funcionarios de organismos como las Naciones Unidas y el Human Rights Watch. No hubo banderas ni proclamas. Tampoco atisbos de rancio patriotismo. No hubo juicio alguno sobre vencedores o vencidos. No hubo análisis de las causas de la guerra. Sí hubo, en cambio, una profunda reflexión sobre las consecuencias de la precaria paz subsiguiente y una búsqueda de lecciones a retener para intentar evitar que, una vez más, la historia se repita. Se apuntó un potente foco de luz sobre la larga sombra que aquel conflicto todavía proyecta sobre el tiempo presente, en el que las llagas del viejo colonialismo aún supuran, en el que algunos liderazgos están cada vez más cargados de tics imperialistas, en el que las tensiones migratorias ponen a prueba la consistencia ética de las sociedades avanzadas y en el que, de nuevo, una deriva nacionalista y unilateralista a nivel mundial amenaza con hacer perder años de avances laboriosamente trenzados hacia un planeta cada vez más abierto y multilateral y parece querer cobrarse su primera víctima en la propia Unión Europea, el proyecto de convivencia en común más avanzado y atrevido de cuantos han existido, nacido de la iniciativa de los países que más daño se causaron mutuamente.
La Paz, con mayúsculas, fue la gran protagonista que subyacía en las seis sesiones en que se estructuró la conferencia. ‘Winning Peace, ‘Frieden Gewinnen’, ‘Gagner la Paix’. Así suena la idea en los tres idiomas oficiales del evento. Que el mundo académico alemán haga de dinamizador de una revisión de aquel acontecimiento histórico para hacerlo girar sobre el eje de la paz me parece algo más que un bonito ejercicio de ‘buenismo’ gestual de una sociedad en cuya memoria viva aún no se ha diluido por completo un sentimiento de culpabilidad por los terribles errores de quienes les precedieron. Es más bien una prueba de la preocupación que está despertando la actual confluencia de malas noticias para la paz, ese preciado bien al que nuestra condición humana pone perpetuamente en jaque. Es por ello que hoy he querido hacer un breve paréntesis en el hilo argumental que inicié en esta serie de pequeños esbozos con los que me he propuesto dar ideas para una rebelión serena y constructiva de la ciudadanía con la que propiciar una sociedad del bien común. Por encima de cualquier otro, la paz es el mayor de los bienes a los que comúnmente debemos aspirar. Todos los demás palidecen a su lado. Ninguno de ellos puede ser duradero si la premisa de una vida en paz no está garantizada. Y, desgraciadamente, no lo está. Cada vez que el horizonte se ha oscurecido con nubarrones de incertidumbre, las sociedades sienten miedo, buscan enemigos externos mientras se fraccionan internamente y vuelven a coquetear con quienes les prometen soluciones simples a problemas complejos. Así, muchas voluntades individuales sucumben al impulso grupal de la manada (cohesionadora y reconfortante) a la que pertenecen. No aprendemos. Seguimos pareciéndonos demasiado a los homínidos que en la famosa primera escena de 2001: Una odisea del espacio se disputaban a pedradas el control del riachuelo en lugar de cooperar y compartirlo por turnos.
El avión que, tras la conferencia, nos devolvió a mi hijo y a mí desde Berlín a nuestra Barcelona natal, sobrevoló casi mil 900 kilómetros de una Europa que, tras conocer por dos veces el infierno, decidió conjurar a sus viejos demonios. Algunos de ellos vuelven a dar la cara. Pero Europa sigue siendo una esperanza no sólo para los europeos sino para el mundo en su conjunto. Y, por tamaño y grado de cohesión, podría ser el laboratorio en el que poner a prueba un modelo económico basado en el bien común, el puerto al que se dirigirán mis dos últimos esbozos para reflexión de una ciudadanía en horas bajas.
*Licenciado en Ciencias Empresariales de la Universidad de Barcelona