Marta Blanco: Adiós Piscina!
Yo sé que no es cuestión de cambiar las platas de aquí para allá. Pero sí creo que hemos sido descuidados con la pobreza, con la educación y con los enfermos, los ancianos y los niños.
Por Marta Blanco, periodista y escritora
Ni soñaron los alcaldes el guatazo que se iban a dar. Jamás pensaron que el instinto de los vecinos rechazaría la idea de convertir una laguna natural en una piscina calipso, gigantesca y desatinada. Eso, al menos, pareciera ser el resultado de la votación. Tres comunas de Santiago, llamadas a cambiar esa laguna, hogar de pájaros andinos, de aves acuáticas que corrían o se deslizaban, a más de los escurridizos cisnes de cuello negro que llegaron desde la lejana Patagonia buscando refugio, cansados de la persecución que los hizo huir del lago Budi. Intentaron instalarse en el Calle Calle de Valdivia, donde los lobos marinos entraron río arriba dispuestos a manducarse a los cisnes, ya que los barcos pesqueros les quitaban las sardinas y hasta los jureles. Las bellas y tímidas aves arrancaron y vinieron a dar, finalmente, a la laguna precordillerana de Peñalolén.
Pero unos alcaldes imaginativos, convictos de modernidad y acción, pensaron en transformar la laguna en una piscina popular, arrasar con los arbustos chilenos, echar arena traída de la costa, poner unos quitasoles, cobrar seis mil pesos por persona, y ¡listo!, ya podían veranear los santiaguinos menos afortunados igualito que en Concón y tolerarían el sol impío del cambio climático soñando que descansaban en Miami, en la isla Tortuga, o en las Virgin Islands, delirantes como todo chileno incauto con un paisaje falsificado, pues jamás ha existido un agua calipso. Esta patética idea no se sabe de dónde viene, pero pegó como el quintral y todas las albercas del país lucen este color insoportable al ojo que ciertamente no favorece en nada al paisaje.
Ayer salió una noticia increíble y –más encima- oficial: “de cada diez enfermos hospitalizados en Chile, solo tres reciben la atención debida”. Siete quedan a la buena de Dios o de un vecino, porque si no los reciben en el hospital, los vecinos van a ayudarlos. Les dan de comer y los mantienen vivos. Ese es el Chile verdadero, lleno de hoyos por parchar, de gente sola y abandonada, de niños a medio morir saltando, de espeluznantes comunas llenas de habitaciones, donde no hay un solo signo de ciudad. Ni veredas ni almacenes ni un cine rotativo, ni plazas con columpios ni semáforos en algunas esquinas. Abundan los adolescentes nini, paseándose por las calles polvorosas y de repente salen las balas y matan a un niño, a una señora, a un inocente.
Yo sé que no es cuestión de cambiar las platas de aquí para allá. Pero sí creo que hemos sido descuidados con la pobreza, con la educación y con los enfermos, los ancianos y los niños.
Es ridículo pero nos preocupamos más de los robos institucionales que de los seres anónimos y analfabetos, de aquellos que se sabe que no pueden salir solos de su condición de extrema pobreza. Más tiempo dedican los jueces y fiscales a los carabineros, los militares, los curas, los empleados de lo que sea, a pasar partes porque saliste a la calle el día prohibido para tu auto. Mientras estas son las prioridades del Estado, Chile es un país desamparado allí donde se encuentran los desamparados. Ese lugar que muchos juran que no existe.
Pero hagamos un esfuerzo moral, un esfuerzo ético y miremos los cerros de Valparaíso y las poblaciones, miremos las lejanas provincias que no sé por qué se llaman regiones… Olvidamos los niños que caminan kilómetros para ir a la escuela, los que cruzan ríos y lagos en precarios botes manejados por menores de edad, olvidamos esos niños del Sename que nos debieran tener en pie de guerra contra semejantes aberraciones, y no marcando el paso, hablando de prudencia en la acción, cuando la verdad es que no hay acción para cesar estos abusos con urgencia. Y nadie parece darse cuenta.
En este sentido, quizás no sea tan acertado que el gobierno esté encabezado por gente muy rica. Los niños con problemas de visión, de oídos, de corazón, pasan desapercibidos y en algún momento caen muertos o yertos. Los viejos cruzando calles, subiendo escaleras, intentando tomar un bus o subirse al metro, comprando huesos o cogote de gallina para hacerse una sopita.
Recuerdo gobiernos de presidentes modestos y recuerdo presidentes que cruzaban el centro a pie, envueltos en una bufanda, y otros que armaron revoluciones a sangre y fuego para conseguir o su voluntad o más igualdad. No creo en la igualdad total ¿todos comiendo papas con arroz? No aspiro a un país donde todos parezcan el ejército chino de arcilla: mil años enterrados pero cada estatua con una cara y una expresión diferente. Pero todos silenciosos y mirando hacia otro lado.
Aspiro a que se recupere la franqueza, la comunicación y la verdad. Aspiro a que no me cuenten el cuento de que Chile no está aún rebosando rencores.
Aspiro a no mentirnos. ¿Será mucho pedir?