La inmunidad de Arabia Saudí, bajo escrutinio
La enigmática desaparición de Jamal Khashoggi, un periodista crítico con el Gobierno de Arabia Saudí, ha desatado un verdadero tsunami político y diplomático a escala global, en el que las autoridades de Riad, que se sienten inmunes, no han dudado en cambiar su versión de los hechos para salvar la reputación del príncipe heredero Mohamed Bin Salman.
Por Francisco Herranz
Primero negaron rotundamente que el hombre hubiera sido retenido, torturado y asesinado en el interior del Consulado saudí en la ciudad turca de Estambul y amenazaron a aquellas naciones que consideraron aplicarles sanciones, avisando que se tendrán que atener a las consecuencias si finalmente lo hacen.
Pero, posteriormente, en un inaudito giro copernicano, parecían aceptar que el periodista había muerto a consecuencia de un interrogatorio «que había ido mal» y que los agentes secretos responsables de la operación se habían excedido de sus funciones y serían juzgados por ello.
Khashoggi vivía exiliado en Virginia(EEUU) desde hace más de un año para no ser detenido a causa de sus continuas críticas al régimen, especialmente por denunciar el nefasto papel de las fuerzas armadas saudíes en la guerra de Yemen, donde los civiles muertos se cuentan por decenas de miles. Debía temer por su vida porque avisó a su novia de que, si le ocurría algo, llamara a un dirigente del partido turco en el poder y a la Asociación de Prensa Turco-Árabe.
Inicialmente, el reino árabe, en un comunicado del Ministerio de Asuntos Exteriores, se mostraba “firme” y “glorioso como siempre” ante las presiones y las circunstancias, los rumores y las acusaciones. Afirmaba que reaccionaría ante “cualquier acción” con una “mayor”, recordando que “tiene un papel influyente y vital en la economía global”. Eso es una verdad absoluta. Si, a modo de respuesta, Riad frenara la producción de petróleo, eso desestabilizaría el mercado internacional del crudo, elevando el precio del barril hasta los 100 dólares. Actualmente se sitúa en los 80. Arabia Saudí produce 7,5 millones de barriles al día y posee bajo tierra el 14 por ciento de todo el petróleo que hay en el mundo, por lo que tiene suficiente margen de maniobra para cerrar el grifo.
Aunque todavía no se puede hablar de sanciones, ya está habiendo presiones y boicoteos. Y fuertes.
Desde que explotó el suceso, se han ido multiplicando las cancelaciones de asistencia de invitados occidentales al segundo Future Investment Initiative, un foro de inversión, debate y asociación entre “los líderes más visionarios e influyentes del mundo” (según reza la publicidad del evento) que se celebrará en Riad del 23 al 25 de octubre. El encuentro, bautizado como el “Davos del desierto”, es un escaparate de los ambiciosos proyectos del príncipe Mohamed Bin Salman.
En ese contexto, Alemania, Francia y el Reino Unido descubrieron horrorizadas, precisamente ahora, cómo se las gastan las autoridades saudíes y exigieron una “investigación creíble”. Hasta el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, expresó su honda preocupación. Todo suena a palabras huecas.
Algunos representantes del Capitolio también se echaron las manos a la cabeza y 20 senadores republicanos y demócratas forzaron a la Administración Trump a investigar el asunto, invocando una ley que autoriza las sanciones a quienes cometan asesinatos, torturas u otras graves violaciones de los derechos humanos, y que da a la Casa Blanca 120 días para responder ante el Parlamento con una decisión al respecto. Algunos de ellos, como Marco Rubio, ya plantearon la posibilidad de una respuesta unánime y contundente del Congreso, incluso en materia de venta de armas.
Pero eso no ocurrirá. La cabeza de turco del agente secreto “terriblemente incompetente” será suficiente para calmar los ánimos de Washington. Y Trump podrá seguir aplicando su lema de “business as usual” con sus ricos socios saudíes. Lo suyo son los negocios, no la defensa de los derechos humanos.
Sin embargo, las cosas empezaron a torcerse de verdad para Riad cuando los turcos airearon pormenores muy sospechosos y comprometidos. Uno de ellos era que 15 funcionarios, incluidos miembros de los servicios de Inteligencia saudí, habían llegado a Estambul, el mismo día de la desaparición de Khashoggi, en dos aviones privados y regresado casi de inmediato a su país.
Más tarde, el diario progubernamental Sabah difundió la bomba informativa de que la tortura y la ejecución del periodista de 58 años habían sido grabadas por el reloj que la víctima llevaba puesto y que estaba sincronizado con su teléfono móvil, que obraba en poder de su novia turca.
También se había sabido que a los empleados turcos del Consulado les habían dado libre justo el día 2 de octubre, cuando Khashoggi entró en el edificio para regularizar unos papeles de su boda.
Incluso el periódico The Washington Post —donde colaboraba Khashoggi— publicó que los servicios secretos estadounidenses habían interceptado comunicaciones de funcionarios saudíes discutiendo un plan para capturarle en Estambul.
La prensa local apostaba que el cuerpo de Khassoggi había sido troceado con una sierra y sacado del país en maletas o que había sido disuelto en ácido. Escalofriantes detalles que solo generan desconfianza e inquietud.
Las pruebas adversas se acumulaban. Intervino el ínclito presidente de EEUU. Había hablado por teléfono con el rey saudí, Salman Bin Abdulaziz, quien le había negado “muy vehementemente” que él y su hijo tuvieran conocimiento previo de lo ocurrido. Donald Trump metió baza y especuló que detrás del misterio podrían estar implicados “asesinos por cuenta propia” (rogue killers, dijo exactamente en inglés), lo que significa admitir que hubo un asesinato pero perpetrado por elementos no autorizados.
Los saudíes empezaron entonces a colaborar para evitar mayores daños. Dejaron que policías, forenses y fiscales turcos inspeccionaran durante nueve horas el recinto diplomático y terminaron modificando su relato para encontrar un chivo expiatorio y así salvar al príncipe heredero.
El caso Khashoggi ha excedido el marco de las complicadas relaciones bilaterales entre Arabia Saudí y Turquía y ahora es objeto de escrutinio internacional, una prueba de fuego. El reino, especialmente el príncipe heredero, atraviesa una serie crisis de legitimidad.
Un comentarista de la edición en inglés del diario Sabah opinaba que “Arabia Saudí debe aprender a respetar el Derecho Internacional y las expectativas del mundo islámico. Debe dejar de hacer concesiones sobre el estatuto legal de Jerusalén, reparar sus relaciones con Qatar, trabajar más estrechamente con Turquía y abstenerse de patrocinar golpistas en Oriente Medio. Así es como ayudará a la región y a sí misma”. (Sputnik)
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