“Aula Segura”, o la aplicación de un modelo fracasado de control social en la juventud

Por Miguel Schurmann y Miguel Chaves, abogados

El Gobierno ha presentado hace pocas semanas un proyecto de Ley que tiene por finalidad facultar a los directores de establecimientos educacionales para aplicar un procedimiento “simple y expedito” para expulsar y cancelar la matrícula de alumnos en casos graves de violencia. Este proyecto constituye una respuesta, otra vez de carácter represivo, para hechos violentos de carácter grave ocurridos en algunos colegios de la capital en donde estudiantes agredieron a profesores.

La motivación principal del proyecto, en palabras del Presidente y los ministros que lo han defendido públicamente, es dotar (diríamos “obligar”) a los directores de establecimientos educacionales de facultades para expulsar y cancelar la matrícula a esos “delincuentes disfrazados de estudiantes” que participan en estos graves hechos de violencia, todo ello mediante un procedimiento expedito, que permita evitar los nocivos efectos que produce la convivencia de agresores y agredidos en el aula. El gobierno ha intentado encuadrar este proyecto como un fuerte apoyo a la educación pública, en donde el Presidente incluso manifestó que esto se funda en el fuerte compromiso de su gobierno por una educación de calidad para todos.

En la actualidad, la expulsión de un estudiante debe estar prevista como sanción dentro del reglamento escolar y debe ser precedida de un procedimiento que dura como mínimo 25 días hábiles. El cambio legislativo, sin embargo, propone un procedimiento “simple e inmediato” de expulsión y cancelación de matrícula, mediante una decisión fundada del Director del establecimiento en 5 días, con la posibilidad de impugnar la medida dentro de 5 días.

El proyecto, con mucha razón, ha sido objeto de múltiples críticas y objeciones, especialmente porque pone como centro neurálgico un problema de “seguridad”, sacrificando garantías y un enfoque global, multidimensional que permita afrontar un problema mucho más complejo que la búsqueda de castigos rápidos y presuntamente eficaces.

Tanto el proyecto “Aula Segura” como el intento político del Gobierno de dividir la discusión en “bandos”, compuesto el primero por quienes están a favor y la vereda opuesta los que se oponen y critican el proyecto, tienen como premisa la calificación de aquellos “delincuentes disfrazados de estudiantes” como enemigos del sistema público de educación y, finalmente, de la comunidad. Dado que son enemigos, no tiene sentido reconocerles la posibilidad de defenderse en el marco de un debido proceso y obtener una resolución de su caso con posterioridad a que los argumentos sean debidamente ponderados por la autoridad, como el resto de los ciudadanos. Al contrario, a los enemigos primero se les sanciona y luego se analiza su situación, la que difícilmente podrá ser revertida, dado que no es necesario reconocerle derechos. En cuanto a la sanción prevista, mientras a los ciudadanos se les reconoce la posibilidad del error y de, pese a ello, seguir siendo parte de la comunidad, al enemigo se le expulsa con ignominia y con infamia.

Es bastante obvio que este proyecto implanta una lógica punitivista en el ámbito de la educación y es una burda simplificación del problema, no constituyendo en caso alguno la solución al mismo. Este tratamiento de “enemigo” impide, desde el eslogan que los autores de la violencia sean estudiantes y, simultáneamente, infractores de la Ley. Así, desde allí se impone la estigmatización y la marginalización deseada por quien formula el anatema. No buscamos empatía en estudiantes que yerran al momento de tomar decisiones de acción, sino que el reproche incondicional en contra de los enemigos del sistema.

Más allá de los problemas de legitimidad política de esta estrategia comunicacional, en especial tratándose de jóvenes en formación y titulares de un derecho fundamental a la educación, la pregunta que debe formularse y ser respondida es: cuál es el alcance y la efectividad de esta estrategia. ¿Cuál ha sido el balance de la aplicación de esta estrategia en el ámbito de la lucha contra la delincuencia juvenil? ¿El “éxito” de esta estrategia justifica extrapolarlo a las aulas para mantenerlas seguras?

Por el contrario: dado que en nuestras calles la delincuencia en general y también la juvenil no se encuentra controlada, no podemos ni debemos replicar la estrategia punitiva para que nuestras aulas se mantengan “protegidas”. No necesitamos criminalizar la educación (que es la respuesta más fácil), sino que, muy por el contrario, hay que poner a trabajar a los expertos ajenos a la “farándula mediática y tuitera” para que encuentren la mejor forma de abordar el problema, diseñando planes y estrategias que combinen la pedagogía, la entrega de oportunidades y la esperanza de que la sociedad los incluya y no los marginalice. Mientras que en el proceso de investigación siempre es posible decretar medidas cautelares idóneas para alcanzar el objetivo inicial del proyecto. Si quieren impedir la convivencia en el aula entre víctima y victimario inmediatamente con posterioridad a un suceso de violencia grave, la suspensión del alumno es la solución idónea para quien se le reconoce como a otro.

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El Periodista