5 de octubre: el mejor día de la historia
La dictadura se agotaba, un sector importante del país eligió juntarse y derrotarla con las reglas impuestas a sangre: era ir a votar a pesar de la desconfianza, pero que las movilizaciones instaladas en las calles de las principales ciudades desde 1983 posibilitaron.
Por Rodrigo Reyes Sangermani
Hay veces que la historia personal se confunde con la Gran Historia, hechos e hitos que siendo de todos pareciera que fueran propios. Lo íntimo está enredado con lo público. ¿Pero qué es lo propio y qué lo público, acaso el desarrollo de las vidas de las personas transitan por una dimensión distinta que la de los hechos históricos? El tiempo se desenvuelve multidimensionalmente en todas las direcciones como un continuo, ¿dónde podemos fijar el límite exacto entre la aconteceres de la vida individual, aparentemente insignificante para las gentes, y la vida pública, aquella que adquiere relevancia?
No sé.
El 5 de octubre de 1988 es de esos días donde la textura de vectores vitales de las personas de este país se confundieron con las propias de un destino histórico, pero que a diferencia de lo que han sido otros hitos significativos en el relato documental de Chile, éste ofrecía un futuro bueno para todos, incluso para aquellos que se oponían a ese futuro colectivo. Y por otra parte, parte del destino factual de ese día sería la resultante de miles, de millones de compromisos individuales más o menos cercanos con los equipos dirigentes de esa gesta colectiva.
Efectivamente llegaba la alegría, y sí, la alegría llegó, incluso, diría, que parte de los sinsabores que podemos vivir hoy con los resabios de una política desgastada y la constatación de un progreso lento en las reformas sociales que permitirían de Chile un país más justo y equitativo, son parte de los dolores de un país que quiere crecer, que no se conforma, que no se quedó estancado en la conquista de los primeros bienestares, en el logro inmediato de sus inéditas conquistas.
Ese día me levanté feliz. Sabía que ganábamos, será porque me tocó trabajar codo a codo en la Campaña, habíamos recorrido Chile haciendo que la gente sencilla le perdiera el miedo a votar, dibujamos arco iris, distribuimos volantes, fotografiamos rostros curtidos de cansancio e ilusión; cantamos con la Aldunate, la Chabe y el Peralta en las plazas de los pueblos más aislados; imaginamos pasacalles, anduvimos en zancos con los Q en Maipú y en la plaza Victoria conociendo a la gente, hablamos con dirigentes de todos lados en Cañete, Osorno e Illapel, y en cada rincón se respiraba el cambio.
La dictadura se agotaba, un sector importante del país eligió juntarse y derrotarla con las reglas impuestas a sangre: era ir a votar a pesar de la desconfianza, pero que las movilizaciones instaladas en las calles de las principales ciudades desde 1983 posibilitaron. La gente salió a protestar y una prensa se atrevió a desafiar a la Dictadura con portadas sarcásticas, los cánticos eran poesía de esperanza, la alegría se notaba en los rostros más sufrientes, la rabia, la impotencia, transformadas en combustible para alimentar el más definitivo de los derroteros.
De a poco las fuerzas se fueron sumando, de las avenidas anchas a las reuniones en pequeñas oficinas en casonas del barrio histórico, escaramuzas en La Candela, en el Café del Cerro como verdadero altavoz de la música del pueblo… pero también en El Jaque Mate y El Parrón, como garitas clandestinas después de una película de Bergman o Fellini a las 2 de la mañana en el Normandie haciendo patria todos los días; los universitarios, las juventudes, los viejos regresados, los comensales de empanaditas y navegaos, los viajeros de revoluciones y estrellas, todos juntos se fueron sumando: el Pepe Sanfuentes, Diego Portales, Tomás Moulian, la Ximena Poblete, Pancho Cárdenas y Eduardo Yantzen, la Charo Cofré, Lucho Gnecco y la Luz Croxatto; el Pato, Ramiro y Lagos. Éramos muchos, éramos más.
Esa fresca mañana atravesé La Reina hacia la precordillera. El Liceo estaba repleto, filas por todos lados de pobladores, mujeres con guaguas en brazos, obreros bajándose de sus bicicletas, estudiantes, un gran caos de autos intentando ir o venir por Larraín; militares y carabineros en actitud respetuosa como sabiendo que todo se acababa. Había tranquilidad alborotada. ¿Mesa 22 varones? -siga al segundo piso cuarta sala- escaleras con hormigueo de gente que sube y baja, chascones con dedos entintados, sonrientes disimulando, aguantando la risa aguantando el llanto.
No había internet, apenas un televisor de 21 pulgadas matizando la tarde con noticias intrascendenes de los cierres de las mesas y monos animados y películas interrumpidas que a nadie importaba. Desde el Comando del NO se recomendaba no salir, quedarse en casa para escuchar por radio los resultados. La Cooperativa con su infinito tamborileo nos tenía en vilo: Silvia Yermani, Manola Robles, Patricio Parragué y Fidel Oyarzo de los que me acuerdo despachando conteo de votos, comunicados desde palacio. Genaro Arriagada irradiando confianza desde el frente del Edificio Diego Portales, los cómputos paralelos daban ventaja a la opción NO, el Gobierno demoraba en dar los resultados oficiales, que siendo parciales, marcaban tendencia.
Hasta la exasperación los cómputos oficiales, se sentía, como si fuéramos, algunos cortes de luz momentáneos anunciaban que la noche iba a ser larga,
Al caer la noche balazos a lo lejos, cortes de luz, la radio a pilas todavía ocupaba un lugar en nuestros hogares, las velas, el barrio en silencio. Estábamos conectados en una interminable red telefónica ¿qué sabes? ¿Has escuchado algo? ¿Estás con luz?
Ese día marcaba el inicio del ritual mágico de la mitad de mi vida: dos años después con democracia plenamente instalada aunque bastante horquillada por los poderes fácticos del empresariado y las Fuerzas Armadas, nos casamos. Eso fue el 90. Nos jactábamos que era democracia. Poco antes, entre medio, esos días, esos mágicos días, el muro había caído, en realidad, estaba cayendo, y siguió cayendo; con Carrasco, Navarro, el Chico del Valle y la Paz Munita tomábamos el sol de Isla Negra mientras mataban a Ceacescu, miles de jóvenes alemanes martillaban el concreto para vencer la tiranía y el fanatismo, el mismo que de a poco el triunfo del NO fue destruyendo.
Entré a trabajar a Televisión Nacional de Chile en un proyecto que me enorgullecerá para siempre, cumplía 26, es decir, la mitad de mi vida. Era una especie de línea del Ecuador de mi universo íntimo, separaba los hemisferios de la Dictadura y la infancia-adolescencia con la edad republicana y democrática de mi adultez, como curiosa metáfora de las historias confundidas. Después vinieron nuestros hijos, que los quiero como a mi conciencia. Herederos de la misma música y las ideas de esos cambios; críticos, comprometidos y rectos como debiéramos ser todos, como debimos siempre ser todos. Ahí están nacidos en el hemisferio reciente de la historia íntima y pública de nuestras vidas.
La fiesta se desató esa madrugada, a pesar de las recomendaciones, decenas de miles salieron a las calles a celebrar un largo carnaval que duró hasta el día siguiente. Rondas en la alameda, manifestantes de cara limpia abrazando carabineros de casco y escudo, Galeano daba pequeños saltitos en la vereda, canciones surgiendo espontáneamente para saludar los tiempos que venían, que partían en Pudahuel y La Bandera. Ahí fuimos: una, dos, siete veces con banderas, tomados de la mano, afónicos, exhaustos, quemados tras largas horas bajo el sol, escuchando a los Inti volviendo con activa certidumbre, el saludo distante de Serrat, el relato del programa de reformas, de crecimiento con equidad, de apertura de las grandes alamedas, la invitación a la cultura del amor.
Era la mitad de mi vida, bailamos el vals del No y el “It Had to Be You” de Harry Connick encaramados en Lo Barnechea a la sombra del Manquehue; los niños del Grange ya son adultos, padres de sus propios hijos; la democracia ha decantado, los sueños son otros y se renuevan, las expectativas se amplían porque crecemos.
Aún quedan viudas sin cuerpos, madres sin hijos, muertos sin asesinos condenados, todavía queda el espíritu de la revolución armada que nos enferma los corazones en una sociedad egoísta y consumista, pero, pese a todo, pudimos cambiar con una marcha y un lápiz el destino oscuro de nuestra tierra, fuimos capaces de derrotarlos con la fuerza de la paz y de la razón, convirtiendo la gesta colectiva en agente de cambio en nuestras vidas. Y la suma de la germinación de nuestras vidas el ineludible destino de un futuro mejor para todos, como un continuo infinito de hechos mínimos y máximos que explican la importancia del mejor día de la Historia.