«Una lectora nada común» de Alan Bennett es una novela rápida, irónica y reflexiva sobre la soledad, la ignorancia de quienes nos gobiernan, las vidas que alcanzamos a través de los libros y las máscaras que usamos hoy y mañana.
Por Montserrat Martorell
-Yo habría pensado -dijo el premier- que Su Majestad estaba por encima de la literatura.
– ¿Por encima? dijo ella-. ¿Quién está por encima de la literatura? Es como si dijera que estoy por encima de la humanidad.
Me adentré en las páginas de esta historia con pocas o casi nulas expectativas. Pensé que era uno más de los libros que intentan ironizar con la figura de los reyes de nuestra historia e inventar desde las cenizas una trama poco convincente, sin embargo, el despertar fue rápido y la sorpresa aún mayor.
Alan Bennett (1934), dramaturgo, actor, novelista y guionista británico, logra en pocas páginas una lectura rápida, llena de humor, satírica y a ratos también profunda.
El tema es sencillo y, como muchas veces, es la casualidad la que da origen a las 128 páginas: la reina Isabel II de Inglaterra descubre, gracias a la desobediencia de sus perros, una librería ambulante que se instala cada miércoles junto a las puertas de la cocina del palacio. Allí Norman Seakins, un ayudante de cocina pelirrojo y poco agraciado, se transforma lentamente en su curioso asesor adentrándola en la magia de los libros que nunca habían interesado mucho a la soberana.
“Leía, por supuesto, como todo el mundo, pero el gusto por los libros era algo que dejaba a los demás. Era un hobby, y la naturaleza de su trabajo entrañaba no tener hobbies. El jogging, cultivar rosas, el ajedrez o escalar, el aeromodelismo y decorar tartas. No. Las aficiones suponían preferencias y había que evitar las preferencias: excluían a la gente. No tenía preferencias. Su trabajo consistía en mostrar interés, pero no en interesarse. Y además leer no era hacer algo. Ella hacía cosas”.
Sin embargo, por esos juegos del destino, Isabel descubre en esas primeras gastadas páginas, una de sus grandes pasiones: el hábito de la lectura. Rompiendo el tiempo y el espacio, se convierte en la más compulsiva de las lectoras.
Lo anterior inquieta al Primer Ministro y a los demás habitantes del palacio que culpan a la vejez y al Mal de Alzheimer de sus nuevos “pasatiempos”. Para ellos es mejor que se quede en el silencio del analfabetismo. No pocos la tildan de que su egoísmo es inminente y solo la aleja de los problemas reales de las personas.
“Leer es retraerse. No estar disponible. Sería más fácil de asimilar si fuera una actividad menos… egoísta”, indicó Sir Kevin, el secretario privado de la reina.
Esto no pasa desapercibido para Isabel. “Los libros no hablan de pasar el tiempo. Hablan de otras vidas. Otros mundos. En vez de querer que el tiempo pase, ojalá dispusiéramos de más».
La monarca, quizás por vez primera, medita, piensa, toma distancia, se conoce y descubre que a través de los libros puede vivir aquello que parece tan lejano. Que la lectura la está convirtiendo en un ser humano más sensible, observador y cuestionador frente al mundo que la rodea. Los nuevos volúmenes viejos y nuevos que caen en sus manos no solo hacen de ella una persona más reflexiva y crítica, sino que desarrollan en ella algo que hasta entonces parecía dormido: su empatía, su pensar en el otro: «Creo que leo porque tenemos el deber de descubrir cómo es la gente», dice en uno de los fragmentos.
Es curioso, pero se siente una persona más; una persona común y corriente que en cualquier ciudad de cualquier país de cualquier año abre y disfruta un libro. ¡Qué fascinante es que en el placer de la lectura no existan distinciones ni reconocimientos absurdos!
“El atractivo, pensó, estaba en su indiferencia: había algo inaplazable en la literatura. A los libros no les importaba quién los leía o si alguien los leía o no. Todos los lectores eran iguales, ella incluida. La literatura, pensó, es una mancomunidad, las letras, una república. En realidad había oído usar esta expresión, la república de las letras, en ceremonias de graduación, títulos honorarios y demás, pero sin saber muy bien qué significaba. Entonces, que hablaran de cualquier clase de república le había parecido un poco insultante y hacerlo en su presencia una falta de tacto, como mínimo. Solo ahora comprendía su significado. Los libros no se sometían. Todos los lectores eran iguales y esto le remontaba a los comienzos de su vida”.
De esta manera, recorre una gama interminable de escritores como Marcel Proust, Jane Austen, Honoré de Balzac, Henry James, Sylvia Plath, George Eliot, Salman Rushdie,William Shakespeare, Kazuo Ishiguro, Alice Munro, Virginia Woolf, Thomas Hardy, Charles Dickens, Las Brontë, Dylan Thomas, Fiódor Dostoievski, entre otros.
Su acervo es cada vez mayor porque, como confiesa, “leer es un músculo que, al ejercitarlo, se desarrolla”.
La historia que con elegancia y humor teje Bennett es de un realismo que nos hace dudar como lectores si el autor maneja información respecto a un episodio como el descrito.
Lo mismo sucede con la construcción de la personalidad de la protagonista: el poder del dramaturgo reside, precisamente, en lograr que la reina parezca, a pesar de todo, una mujer con la que nos vamos encariñando a medida que transcurre el relato.
Y, a pesar de esto, hay una crítica feroz a los símbolos que aún en el siglo XXI persisten despiadadamente. No solo reflexiona en torno a aquello que representa la monarca, sino que deja en descubierto el absurdo de la vida misma personificada por los protocolos, las conversaciones de los miembros de la corte y sirvientes, la corrupción y los intereses de las altas esferas, así como la superficialidad que inunda el día a día de una reina de pocas y frágiles pasiones y cuya desconexión con la realidad es total.
A pesar de que la historia es redonda y está bien lograda, pierde la picardía en sus últimas páginas al terminar abruptamente; como si el lector de alguna manera esperara que hubiera más.
Ahí es cuando salta a la vista un dato biográfico del autor: empezó a escribir prosa hace solo una década y se nota. Hay fragmentos quebrados y de poca ilación que nos hacen dudar respecto a la traducción al español, sin embargo, aun así nos cautiva, precisamente porque nos cuenta una historia que podemos ver a través de imágenes potentes y vivas. No hay dudas que “Una lectora poco común” podría llevarse al cine y ser un acierto. El autor sabe de ello.
«Considero la literatura (…) como un vasto país hacia las fronteras del cual viajo, pero a las que nunca llegaré. Y he empezado demasiado tarde. Nunca me podré poner al día”, reflexiona la reina en una de las páginas.
Este tema, por ser también muy cotidiano, no es menor y Bennett logra con excelencia resumir ese amor tardío con una palabra inventada: “Opsímata”.
A pesar de que no está reconocida por la Real Academia Española, el ganador del Premio Laurence Olivier, uno de los más prestigiosos del teatro británico, nos acerca a su significado: “aquella persona que aprende tarde en la vida”.
Sin duda, la de Bennett, es una comedia que demuestra cuán importante es el humor y rompe los paradigmas respecto a la sabiduría y evolución de los hombres importantes al mostrar la ignorancia de los políticos y el egocentrismo de los escritores contemporáneos.
-Ahora que lo tengo para mí sola, me gustaría hablar con usted sobre el escritor Jean Genet –le dice.
El presidente no tiene ni idea de quién es o fue ese señor y busca con la mirada a su ministra de Cultura. Pero no encuentra apoyo en ella porque está charlando con el arzobispo de Canterbury. La ministra está entre los suyos, hombres cultos y cultivadores del espíritu, hablando de lo suyo: la cultura.
Porque Bennett nos hace reír y pensar, disfrutar de su ironía y ritmo sobre el mundo del siglo XXI, el poder, la hipocresía, los libros y la cotidianeidad, así como las máscaras que usamos los unos y los otros en el contacto permanente que tenemos con aquellos que conviven con nosotros.
“Un libro es un artefacto para encender la imaginación”, confiesa la reina.
El camino de Isabel es también el del lector, del gran lector. Una persona empieza leyendo por entretención y sin darse cuenta descubre una manera de mirar el mundo y adentrarse en otros espacios que sin ser nuestros terminan siéndolo.
¿Y escribir? Pareciera que eso es lo único que nos queda: Leer y escribir.
En las últimas páginas, Isabel, manifiesta ese deseo: el de contar una historia. Pero eso, ya lo descubrirán en las páginas de “Una lectora nada común” que no es más que una invitación a preguntarnos de qué manera somos opsímatas y cómo podemos empezar a aprender temprano las cosas buenas de la vida porque, como confiesa la protagonista de la novela corta: “no pones la vida en los libros, la encuentras en ellos”.
Probablemente leer no nos hace mejores personas, pero sí estimula nuestra imaginación, nuestros mundos inventados, nuestras fantasías y empatías con esos otros desconocidos y no tan desconocidos. Nos hace sensibles a las emociones y a las historias ajenas. Nos hace libres y conscientes de que los libros tienen una capacidad transformadora dotando al individuo que lee de un innegable pensamiento crítico.
Ya decía la Isabel de Bennett: “los libros no suelen inducir a la acción. Los libros, por lo general, solo nos confirman lo que, quizá involuntariamente, ya hemos decidido hacer. Leemos un libro para que nos confirme nuestras convicciones. Un libro, por así decirlo, cierra el libro”.
solo un libro
La traducción al alemán es muy superior: Die Souveräne Leserin de la Editorial Klaus Wagenbach.