Conflicto y eficiencia democrática
“Es esperable que la intensidad de los conflictos afecten con mayor fuerza a la Alianza en su relación con el Presidente, antes que a una oposición que está en la cómoda situación de ser una contraparte necesaria en cualquier negociación, lo que le da la posibilidad de dividir a las fuerzas gubernamentales”
Escribe Guillermo Holzmann / Cientista Político
Como todos sabemos la oferta política de la Alianza se centraba en un nuevo estilo de gobierno, un cambio político y la eficiencia en el desempeño, entre varios otros elementos, que daban forma a una alternativa que la ciudadanía sancionó en las urnas.
Esta plataforma partía de algunos supuestos donde destacan la estabilidad macroeconómica, la solidez institucional, la ineficiencia de la Concertación, las necesidades sociales insatisfechas y una creciente inseguridad ciudadana, entre otras.
De esta forma, el diseño político de Piñera asumía implícitamente una visión continuista de la democracia construida por la Concertación en 20 años, y en torno a la cual los ejes ofertados iban a generar un panorama de desarrollo democrático de segunda generación.
En el fragor de la competencia electoral se insistió en que derecha e izquierda seguían siendo los referentes políticos esenciales a la hora de votar o de implementar el nuevo gobierno, asumiendo que el comportamiento social se mantendría en las mismas lógicas de la Guerra Fría.
Sin embargo, en el análisis no se incorporaron las variables que hacen de esta sociedad y país un todo distinto al del siglo XX. A saber, el cambio producido por la asunción de la Alianza al gobierno dejó, tanto a ésta como a la Concertación, subsumidas en la incertidumbre de la primera vez. Esto es, concentrados solamente en el control y ejercicio del poder. En la lógica de imponer decisiones sin espacios de participación suficientes o adecuados, lo cual resulta incoherente con los discursos de inserción internacional e integración social.
Esta forma reduccionista de ver la democracia –donde el voto es instrumental– deja de lado un concepto incómodo como es el conflicto. Y claro, si uno habla de conflicto inevitablemente será considerado como un veterano del siglo XX, heredero de Marx. No obstante, en el siglo XXI, ello está muy lejos de la realidad.
Si hacemos una breve historia, recordaremos el sentido republicano y autoritario que Ricardo Lagos tenía para enfrentar las interpelaciones ciudadanas e incluso de otros mandatarios. Para qué hablar de los incidentes que le tocó enfrentar a Bachelet; y en las últimas semanas la experiencia de Piñera se ha ampliado, no sólo a los ciudadanos, sino también a lo institucional, como fue el caso de la Universidad de Chile.
La política de nuestro siglo exige que quien tenga el poder, también maneje los conflictos, pero no de una perspectiva comunicacional o de opinión pública, como ha sido la herencia de los últimos años, sino que bajo una perspectiva más amplia y de mayor contenido.
Ya no se trata sólo de si un ciudadano confronta al Presidente o si hay más o menos abucheos en alguna reunión política, o si se considera que la falta de respeto puede ser motivo de un conflicto. Aquí estamos en un problema más complejo, que en sus términos básicos comienzan con los mentados conflictos de intereses, que nuestro sistema no ha sido capaz de solucionar, y donde los involucrados se dejan estar, al estilo de Barros Luco.
Una segunda línea en los conflictos queda demostrada al interior de los partidos políticos de la oposición, donde la resolución pasa por la concentración de poder, mientras que en el gobierno se privilegia la tradicional visión liberal, de que el conflicto se supera mediante la férrea y literal aplicación de la ley, y en subsidio el uso eficiente de la fuerza.
En este sentido, lo que en realidad sucede es que el conflicto queda solapado, escondido e incluso subyugado a la forma en que se ejerce la autoridad, pero no solucionando en concreto los elementos que posibilitan su existencia. Al efecto, el conflicto no se produce por el choque de intereses, como elemento principal, sino que más bien por el choque de posiciones y de los recursos asociados a esas posiciones.
En una interpretación política los elementos de identidad, percepción, imagen y expectativas resultan ser los que dinamizan el conflicto, con la capacidad de sortear todos los elementos formales que tradicionalmente permitían su resolución.
Desde este punto de vista, es esperable que la intensidad de los conflictos afecten con mayor fuerza a la Alianza en su relación con el Presidente, antes que a una oposición que está en la cómoda situación de ser una contraparte necesaria en cualquier negociación, lo que le da la posibilidad de dividir a las fuerzas gubernamentales e incentivar sus problemas internos a niveles que con certeza va a desesperar al gobierno.
La pregunta obvia es de qué manera es posible enfrentarlos. Para ello es menester considerar que la experiencia internacional nos puede ser de utilidad, baste observar los conflictos políticos en Alemania, al interior de la coalición gobernantes; en Estados Unidos, entre el Presidente y los partidos políticos o el sector privado o con otras autoridades estatales; el caso de España, con la crisis europea y la correlación de fuerzas internas; o el de Francia, donde el entusiasmo inicial del Presidente se ve decaído por una serie de factores inimaginables cuando asumió.
El dinamismo del conflicto nos lleva a tres soluciones que requieren en su implementación objetivos claros de futuro que permitan el diseño de una estrategia basada en la negociación, la cooperación y el diálogo, lo cual significa transformar el poder en un instrumento y no en un fin, a sabiendas de que en esta forma se produce mayor inclusión de los distintos actores políticos y sociales, y un mayor compromiso en torno a objetivos superiores. De lo contrario, los objetivos se supeditan a una visión limitada del poder como fin y donde el conflicto pasa a ser un medio, al más puro estilo esencial de Marx.