En espiar hay engaño

Juan Pablo CardenasEscribe Juan Pablo Cárdenas S.

“Es iluso suponer que la paz surge de los equilibrios que se alcancen en el aprovisionamiento militar”

En lo que suele ser más cínica la política es en los asuntos de seguridad y armamentismo. Es evidente que los gobiernos del mundo no transparentan las operaciones de inteligencia y espionaje que realizan de forma abierta y encubierta para “prevenirse” de sus potenciales enemigos internos y foráneos. Es obvio que las millonarias adquisiciones de armas tienen por objeto enfrentar con éxito eventuales conflictos. También, por supuesto, disuadir a los militares de su pertinaz costumbre de desafiar el estado de derecho que juran siempre defender. Es así, entonces, como se justifica tener información sobre la capacidad bélica de los otros, su poder de fuego y soldados en armas. Conocer de sus estrategias y, si es posible, infiltrarse entre las cúpulas castrenses “enemigas” con el propósito de transmitirles información falsa y desorientarlas.

Espían los agregados militares incorporados a las embajadas, se compra información en las filas adversarias y hasta los periodistas son reclutados como informantes para saber qué están pensando y cómo se están apertrechando los países vecinos o las organizaciones que supuestamente pudieran atentar contra la soberanía o el orden interno de cada nación. Negar esta realidad es suponernos tan estúpidos como aquellos que se tragan el cuento de que los militares no deliberan políticamente y que son los garantes de nuestra vida republicana. Grotesca nos parece, entonces, la estridencia del primer mandatario peruano para acusarnos al voleo de alentar y financiar actividades de espionaje. En efecto, lo único que le cabía a Alan García era aceptar con bochorno que haya peruanos que se dejen sobornar por Chile a cambio de información supuestamente relevante.

Absurdo también que se apele a nuestro condición “democrática” para negar la acusación del gobierno del Perú, cuando se sabe que las más sólidas repúblicas destinan ingentes recursos y sostienen tenebrosas organizaciones para informarse de lo que ocurre más allá de sus fronteras. Como testimonio de ello, es cosa de observar las publicaciones, documentales y películas sobre espías e instituciones que no sólo buscan información, sino implementar operativos para desestabilizar a regímenes que no comulgan con sus intereses. Los más lucrativos negocios del momento, la transacción de armas y el narcotráfico se alimentan de la infiltración en los ejércitos y gobiernos, cuanto de las abultadas comisiones que pagan para forzar las decisiones político-militares en la adquisición de naves, aviones y armas de destrucción masiva o selectiva.

Cuando nuestros parlamentarios determinan sesionar a puertas cerradas a la hora de discutir nuevos cargos, charreteras y prebendas en el organigrama de la oficialidad, uno debe concluir que hay un mundo de secretos que se le ocultan a nuestro pueblo y que, naturalmente debieran despertar la curiosidad de las autoridades civiles y uniformadas de aquellos países que nos acusan de estar embarcados en una carrera armamentista. Es obvio, también, que cuando se decide la compra de tal avión, tanque o misil se debe tener en cuenta la geografía de un posible escenario de guerra y las adquisiciones bélicas de los otros.

Es iluso suponer que la paz surge de los equilibrios que se alcancen en el aprovisionamiento militar. La industria de este feroz e inescrupuloso negocio vive justamente de la posibilidad de alimentar tensiones y conflictos entre las naciones. Se opone, asimismo, a que los países arreglen sus diferendos por la vía del diálogo y la diplomacia. A que se construyan puentes de intercambio económico y cultural que aseguren una paz duradera sobre el logro de desarrollo, justicia social y hermandad entre las naciones y al interior de éstas.

Nuestro continente hasta hace algunos años se ufanaba en haber constituido una “zona sudamericana de paz”, donde no se visualizaban conflictos de envergadura entre sus numerosos países. Ello, mientras prevalecía la guerra fría entre las grandes naciones, como los conflictos fratricidas en África y Asia. Pero ahora, nuestros buenos índices de crecimiento económico vuelven a ser un bocado para los traficantes, los políticos inescrupulosos y los militares que no saben otra cosa que jugar a la guerra y, en caso de producirla, observar desde la lontananza la tragedia que asola a los civiles que reclutan y envalentonan para su desquiciado deleite.

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El Periodista