Espacios post traumáticos
Escribe Tatiana Benavides
Directora World Vision Chile
Sin especular si son consecuencias de los cambios climáticos o no, no deja de sorprender la verdadera epidemia de catástrofes naturales que está azotando a nuestro planeta, con su secuela de muertes, destrucción y pobreza.
Terremotos y maremotos en Indonesia y Samoa, tifones en las Filipinas, Vietnam y Taiwán, los mortales monzones que tienen a millones de hindúes bajo el agua. Es tanto el horror que ya nos vacunamos contra él. Pensamos en cifras: ¿cuántos muertos? ¿Cuántas casas destruidas? ¿Cuántos kilómetros de carreteras inutilizadas? ¿Cuántas hectáreas de cultivos destruidos? Al final, da lo mismo, nos confundimos, hablamos de “apenas” 464 muertos en Pandang, por ejemplo, una bicoca si se comparan con los 300 mil del gran tsunami de Indonesia. ¿O eran 120 mil? –en fin, no importa, eran hartos, eran más. Al final, uno deja de pensar, están lejos.
Pero World Vision, que tiene oficinas en todos estos lugares, tiene la experiencia directa. Las cifras no importan. No se conocen hasta que hayan pasado unos cuantos días, cuando ya la organización haya contratado helicópteros para acudir en ayuda de los aislados, cuando ya está funcionando la distribución de mercaderías y de contenedores de agua. El primer impacto, ese donde no se conocen las cifras, deja huellas indelebles en sus testigos más vulnerables: los niños. El terror a lo desconocido, a la muerte, a la separación permanente de sus padres, al sentirse solos, perdidos, indefensos, hambrientos, sin abrigo, el terror a que la catástrofe se repita y que la pesadilla apocalíptica comience de nuevo. Esto es devastador para cualquiera y más aún para un niño o niña. Son niños y niñas cuyas heridas quedan en el alma. Y World Vision, basándose en experiencias de años, ha creado para ellos los espacios post traumáticos. De una sencillez extrema, a veces poco más que un techo para proteger del sol y de la lluvia, rodeado de una empalizada de seguridad, se acogen a los niños que han vivido estas experiencias límite. Se les hace volver a la infancia con canciones, cuentos, juegos, arrullándolos, con algunos lápices de colores y algo de comida. Y ellos tienen la oportunidad de contar una y otra vez lo sucedido, de cantarlo, bailarlo y dibujarlo. Los niños perdidos, que no saben del destino de sus padres o parientes permanecen allí hasta que alguien venga a buscarlos, a identificarlos si han olvidado sus nombres o los de sus padres.
Y entonces los números no cuentan. Son caritas, son nombres, y sí importan. Todos y cada uno de ellos. Importa su bienestar, importa darles amor, importa recuperar su historia. Y en todas partes del mundo hay gente que se conmueve, que acude, que ayuda. Ya no son cifras. Son un par de ojos en una carita que dejó de sonreír.