Datos presidenciales

La pista se puso dura. América Latina estaba enamorada de la revolución. Soñábamos, los que soñábamos, con mejorar el nivel de vida, terminar con la pobreza endémica, las poblaciones miserables construidas con patentes. En esos tiempos la patente se cambiaba año a año y las latas eran material muy solicitado para construir casuchas inconcebibles hoy.

Aparecieron las brigadas de jóvenes de uno y otro lado. Los fundos fueron tomados o entregados por el gobierno a los campesinos. El primer año corría la plata. Al segundo, comenzaron las colas, la escasez, el gobierno creó las JAP, no se podía comprar nada porque nada había en almacenes y supermercados. Un litro de aceite, mucho chancho chino, comprar en el mercado negro era imposible para quienes ganábamos un sueldo. Se anunciaba el golpe, se anunciaba el final. Frente a mi casa, junto al puente viejo de Barnechea, las mujeres de la población del río se tomaron la calle, sentadas en sus balones de gas vacíos. Les habían entregado cocinas, descartaron sus hornillos a parafina y el gas nunca más llegó. Ahí se sentaron haciendo un caos de los autos y la locomoción colectiva hasta que les mandaron el camión con balones.

Y luego vino el golpe.

Recuerdo con vergüenza la filmación del saqueo de la casa de Tomás Moro, donde vivía el Presidente, el mismo día en que sacaron de La Moneda su cuerpo en una manta de colores. No creíamos que se había suicidado.

Desde el cerro Calán, en los Dominicos, vi pasar los aviones rumbo a la Moneda. Vi caer las bombas sobre el hospital de la Fach. Vi una cantidad de autos del Gap salir a toda velocidad por las gradas de las Monjas Inglesas, detrás de la casa de Tomás Moro, con rumbo desconocido. Supe después que doña Tencha había salido a escape ante el bombardeo inminente y se asiló en la casa de Felipe Herrera. Desde un helicóptero nos amenazaron con una metralleta. No parecía posible, un amigo me metió debajo de unas matas.

Mi casa fue tomada por el Mir. Daba al río Mapocho y en la noche sentimos ruido, corrimos a las ventanas con las luces apagadas, y vimos cómo disparaban contra la compañía de teléfonos, que quedaba justo al frente, por la calle Francisco de Asís. A la mañana siguiente, los militares me conminaron a salir de la casa. Iban a ametrallarla esa noche. “Como es de madera, mejor váyase”, me dijo un capitán, así lo nombraban, “mi capitán”. No me fui, por supuesto. Me metí en la bodega subterránea acompañada por Benito, fiel jardinero, y ahí aguardamos que pasara lo que pasara. Saqué a los niños, eso sí.

La casa no fue atacada.

La Junta Militar, que creíamos transitoria, se caló los anteojos negros, se sentó para un daguerrotipo impresionante y anunciaron que comenzaba la restauración.

Después, ya no hubo presidentes.

Esta historia termina cuando cayó la democracia.

Pasó la noche oscura, se abrió el país a la exportación, la crisis económica del 80-81 fue de hambre, la persecución política no dejó adversario con cabeza, muchos salieron al exilio, otros fueron sacados ignominiosamente.

Fui de los que creyeron que había que quedarse. Que la razón triunfaría, que era necesario dar la pelea desde adentro.

Así envejecí. Pero este país ya no será el mismo. Los fanatismos son imparables. Esa historia de guerra interna no puede volver a repetirse. Quienes vivimos entonces no podemos dejar en herencia dogmas y consignas a nuestros descendientes. Es obligación moral dejarles un país libre de odios.

1 comentario
  1. Hugo Belarmino Cardenas dice

    Continue y profundice Sra Marta, penetre en los rotulos mas allá de los datos. Ud puede
    Atte
    Hugo Belarmino

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El Periodista